lunes, 30 de septiembre de 2013

Inaudito Inédito LADO B



DE 12:00 A 3:00 los atiende una mujer calva, de alas quemadas y tacón pintado, ella los espera, a esos pobres que se arriesgan al sol, pasadas las nucas de agua colonia, con la cara pintada de archivador, de primavera en suspenso, ella los atiende, primero en una salita de sofá verde, dispensa una sonrisa, leen revistas, cuentan botones, fantasean la vida de un operario de trenes, luego en una habitación, en una silla, siéntese ahí, bien, ahora dígame, no me diga más, tiene usted el costillar dado vuelta, le arrumba un beso en el esternón, no me pregunte cómo, no funciona el ventilador, señor, su pie derecho sufre de amnesia, su pulgar padece de claustrofobia: las manos de la mujer socavan los cuarenta con jabón de coco, extraen remedios del aire, conserve la ropa, no hace falta, mientras afuera los hornos escupen ladrillos, y las mujeres dan a luz a bombillas de 60 watts, típico, hay que masajearle el hemisferio derecho, enseñarle algo de geometría a sus rodillas, tómese este té, respire hondo, ahí está, lo que suponía, lleva usted entre la panza a una mujer que no sabe lo que quiere, tiene atorada una hilacha de media en la determinación, no hay día que arranque, confunde usted el aire con una traición, no llore que no es de machos: soba tendones con terapia de hielo y suspiros de caléndula, dos cucharaditas de propóleo para la tos y el nombre de la fulana: masajea pestañas y limpia el exceso de paja en la retina, fuma, piensa, canta: ¡aquí falta una costilla!, pone un pedacito de plastilina, use esta prótesis una semana y venga a verme.    

Inaudito Inédito LADO A




VIENTO DE PIE PLANO, impuntual expectativa, imprecisa oportuna, anatomía del deseo en tacón altanero y silencioso, raspando alfombras, agua de papel, farol de nochero, la lluvia distante en un tejado prestado, en otra ciudad, perdido yo entre los pliegues de la memoria, buceando dunas y muslos, segundos regados al tiento, fragmentos de ocio más dulce más abajo más quieto: ya va cayendo, señores, ya va siendo otra, distinta, lo sé, todas las puertas que te oyeron entrar, y nunca termina de caer, hay tres escalones en su partida, Penélope de ascensor fui yo, buenas noches, muchas gracias, conversa la vida con un gorrión notario, vuelve nido de pelotas la reja, los niños revuelven charcos de aceite de motor y luna, y el candado sueña, y al fondo una luz débil y música, es una radio, me olvida, me llama: creceremos más allá de este dolor, seguramente más allá del mar, espiando cerrojos de estaciones, seremos mejores, más decentes, aquí viene, ya arrastra su valija de pretextos, sus razones con un solo asiento, se prolonga lejos ya de mis manos, va detrás el poema, transpira y no la alcanza, se borra, canta y se va, un pajarito bipolar, ríe, ¡déjenme decir que ríe!, mi orilla de un metro sesenta, mi 103 de cada lunes, mi explicación más dulce de la luz: tantea el barro sin darle mucho crédito, apunta el pasaporte, pasa de ilegal, va cayendo, tiembla, silueta aprendiz de certeza, tibia bocanada del reloj, años que son trenes, equipajes, arena, pupilas despiertas, un poco más de otra cosa y demora, pero cae, no os preocupéis, ¡adiós!, ¡adiós!, marciana insomne, fugaz confidente en mi saliva: cómo decir que todo ha sido apenas un poco de mala suerte, tanta colisión, tanta coincidencia, por lo breve supimos dar la piel a un sueño, nos bastó para algunas noches de borrachera, música y amigos, estrellas de las que nunca oíste hablar, paisajes militarizados, tropel del descubrimiento, cómo decir que fue mucho o tanto o nada, pequeña trapecista, te vas levitando en la corriente, ¡adiós!, mi ir perpetuo, mi botón submarino, mi viaje, mi crimen, mi motivo, mi espera, cae, se anuncia en las fotos, ahí va, ¡atenta la página en blanco!: tú, mi único testigo, copiloto con ataques de pánico, giro en resumen de tormentas, desvelo de mi tacto, parte meteorológico de tus miedos, vida que nos traspasa en crudo, carne rotativa sin permiso, no hay vuelta, ¡adiós!, vida, siempre vida, haciéndonos barro, alquimia, nada, vida compartida, vida que ya fue, haciéndonos bellos, viejos y libres, pero nunca más sabios de lo que seremos en este instante: te pido, que nunca deje de doler.  

lunes, 23 de septiembre de 2013

Los cautivos del fuerte apache (fragmento)




UNA ESCENA
Dos hombres están sentados en un rincón de un restaurante de comida de mar, cada uno con un plato hirviendo de sopa de pescado, que echa densas bocanadas de humo a pocos centímetros de sus bocas. Los dos hombres comen sin fijarse en esto. El lugar se llama “la Flor del Pacífico”. Está decorado, obviamente, con redes que parecen haber atrapado cientos de pececitos de colores, cangrejos, caballitos de mar, medusas de plástico, y una sirena tamaño real, colgada del techo. Quedan pocas mesas disponibles. Es domingo al medio día.
Hay ruido animado de conversaciones, tintineo de cubiertos contra la porcelana, carros que cruzan por la calle, risas de niños, meseros cargando pesadas bandejas, que pasan esquivando mesas, gritando órdenes de pedidos. Los dos hombres siguen comiendo, en apariencia ajenos al ruido a su alrededor.
Ambos hombres parecen rondar los cincuenta, uno de ellos es quizás más joven, pero la piel quemada por tanta exposición al sol, y una prematura calvicie, no permite saberlo con exactitud. Ambos tienen tatuajes descoloridos en los brazos. Una pantera. El rostro de Jesús. Son el tipo de tatuajes que se hacen en la marina. Ambos prestaron servicio en los buques de la armada, antes que los echaran. Los hombres llevan desabotonadas las camisas. Hablan de esto y de aquello, moviendo el líquido hirviendo en el plato –donde flotan hojitas de cilantro–, alabando su sabor, y las propiedades regenerativas luego de una noche de copas. Los dos hombres sonríen.
Uno de los hombres habla, el que parece más viejo, se queja del calor. Mira su reloj, pregunta cuándo va a venir el fulano. El que parece más joven mueve su cuchara en el plato, tratando de pescar un pedazo de plátano, le dice que no demora. Va a preguntar si será el tipo indicado para el trabajo, pero lo interrumpe el mesero trayendo una jarra de limonada. El hombre espera. Cuando el mesero se retira, pregunta. El otro sigue en la caza del pedazo de plátano, y le responde que sí, que claro. ¿Cómo sabés? Porque yo ya hablé con él. ¿Y qué te dijo? Que sí. ¿Por qué le dicen barranco?

Ambos hombres vuelven a sus respectivos platos, cuando en el umbral del restaurante aparece un viejito ciego con una guitarra y una niña. Se presenta. Dice que viene de una vereda muy alejada de la ciudad, que lo echaron de su tierra, que la niña no ha comido, que él no tiene para pagar el arriendo de la pieza. Toca una canción. La niña canta como si se hubiera tragado un silbato. La gente no parece prestarle mucha atención. El hombre que parece más viejo, se levanta de la mesa y camina hasta el hombre. Le entrega un par de billetes y aprovecha para mirar la calle. Voltea y ve al otro que parece más joven, hablando con el mesero. De nuevo mira a ambos lados de la calle.   

los cautivos del fuerte apache (fragmento)

domingo, 22 de septiembre de 2013

Escaleras y cajas de zapatos






Entre las avenidas Corrientes y Rivadavia, en un pequeño lote esquinero en el que supo convivir a través del tiempo, la fachada de una lavandería, una tienda de mascotas y en última instancia un local vacío, lleno de cajas apiladas con réplicas de gatos de porcelana, se alza hoy, imponente y chueco, el rascacielos más alto del mundo, levantado con cajas de zapatos. Para la construcción de esta maravilla del ocio y de la soledad, se tomaron en calidad de asesores, una buena cantidad de pintores impresionistas: el edificio está pintado de amarillo, y debe ser confundido a lo lejos con una mujer recostada sobre su brazo, visión a la que el espectador, acercándose un poco, corregirá agregando dos hileras de ventanas, con formas geométricas optativas, que a su vez, oficiarán de puertas, mediante un complicado sistema de cuerdas. Si carece de puertas, empleando esta palabra en el sentido usual del término, es decir: puerta, accesorio de toda ruptura amorosa y/o ontológica, este edificio también carece de ascensores, sin embargo, no se ha privado del placer de una buena escalera, o de varias, miles de ellas: en forma de caracol, algunas sólo consisten en un peldaño, nada más. Para este fin, fue contratado, en calidad de asesor, el arquitecto de paisajes, el señor Julio Cortázar, quién diseñó un delicioso juego de escalones que suben y bajan, avanzan o se enroscan por fuera del edificio, aboliendo así la norma, en verdad estúpida, de esconder la escalera en el interior de la estructura, lo que a su vez traía como consecuencia la privación al visitante de un lindo paisaje. Al ubicar la seguidilla de peldaños a la intemperie, se permite un acceso eficiente a una fuente mayor de luz, lo que implica un gasto menor de bombillas, que es igual a decir: ahorro en el recibo de servicios. Dilema que atormenta al grueso de nuestros arquitectos actuales. Además, de noche, la luz de las estrellas y el neón de los restaurantes, proporcionan seguridad y glamour. 
El visitante podrá a medida que asciende, apreciar el paisaje de nubes, la fachada gris y plana de otros edificios, así como sentir el viento y patear algunas hojas rebeldes. Ahora, de acuerdo a las indicaciones del señor Cortázar, estas escaleras deben ser, y no hay forma de evadir este requerimiento, usadas de espaldas, evitando hasta donde fuera posible, caer en la tentación del pasamanos (inexistente, claro). Un punto a favor de este método de uso de un artefacto visto como medio, pero no como fin, está en la posibilidad de apreciar lo que sucede en el mundo cuando este lo cree a usted ocupado con la mirada agachada, alzando un pie y luego el otro, preocupado de una llamada telefónica, del dentista o de los últimos dígitos de la lotería. La combinación de factores harán más placentera la operación: el ascenso de espaldas en un día de otoño, de dos en dos los escalones bajo una noche estrellada, la escalera de un solo peldaño en medio de la lluvia, o en una tormenta eléctrica, lanzarse desde la última grada en plena primavera, subir de puntillas a eso de las doce del medio día, lunes, la elección es suya, en verdad la función del edificio, si ha de tener una, es otra: fue construido dentro de toda una gama de reformas al plan urbanístico para pájaros y sombras, y por pedido expreso de una niña que quería pintarle bigotes a la luna. 
Este rascacielos que se tambalea, carece de referentes modernos, franceses, o utilitarios, está en la mitad de otros edificios, donde aparecerán graffitis, y notas de amor, un edificio para códigos postales, para olvidos, para cortar el aire. Pero también para mirar algo del río al que se le perdió una orilla, un edificio para buscar entre la gente, es un observatorio de corazones rotos, de trajes presurosos. Nuestra cliente se sienta y fuma, y piensa, extiende su ropa en cables, oye música y conversa con la luna, contempla abajo la realidad, el mundo, las calles, los semáforos y los hombres, los días, y sueña o silva o canta o piensa de vuelta, mientras el viento bambolea una frágil estructura de cajas de zapatos, con varias habitaciones en alquiler.   

domingo, 15 de septiembre de 2013

El Salvaje



Me dije que nunca leería nada de más de 350 páginas (límite arbitrario, que no sé cómo se volvió parámetro), que esos mastodontes de 500, 600, y de 1000 (¡de 1124!) páginas eran, además de una burla, un juego muy triste en que el ego alcahueteaba una saturación del adjetivo, de la descripción llevada hasta el hartazgo, donde se cree al lector un idiota incapaz de armar las piezas él solo, y aún peor, de querer abarcarlo todo, todo urgente y necesario para la “obra”: algo como no ser capaz de tomar decisiones, de dejar algo afuera, sabiendo que el acto mismo de escribir, de hablar, implica una decisión, un borrón, algo que queda afuera, afuera de lo dicho, en silencio. No había razón en el mundo que justificara un gasto semejante de energía, de tiempo..., de vida. Reconozco que esta teoría se adecuaba muy bien a mi temperamento, nunca me ha salido fácil mantener mi concentración por un tiempo prolongado, me distraigo casi al instante, me disperso, así que, gracias a Dios la teoría llegaba al rescate.
Hace un tiempo leí un ensayo de Alejo Carpentier donde decía que el escritor latinoamericano era ineludiblemente barroco: una de las razones las hallaba en la exhuberancia de nuestro paisaje, siempre extraño, sobrecargado de formas y de colores (basta pensar en ese animal mítico que es el Amazonas). Yo, por mí parte, siempre me sentí más cerca del estilo norteamericano: Carver, Cheever, Hemingway, etc., más cerca de un estilo crudo, algo desprolijo, como después del paso de un huracán: pedazos regados por ahí. Rayuela fue mi primer paso al mundo de los mastodontes, aunque este era uno adorable: una estructura para distraídos, más que para arquitectos, o ingenieros, para plomeros. Igual la regla continuaba: nada de catedrales, nada de templos. Entonces conocí (ya el orden de circunstancias se ha perdido irremediablemente de mi memoria, en un tributo para el mejor creador de pequeños infiernos, el que me dijo: es la puerta la que elige: Borges) a Roberto Bolaño.
Los detectives salvajes: 609 páginas. Devoradas con una ferocidad ajena para mí hasta ese momento. Frenético, leía, leía, y decía: mierda, mierda, mierda, la mierda, ¿qué coño es esto?, ¡cómo es posible! 609 páginas, y desde hace casi un año estoy aguardando que alguien me haga la pregunta-cliché de: si fueras a una isla desierta y pudieras llevar un libro (sólo uno, ojo), ¿cuál sería?, así yo podría respirar hondo, cerrar los ojos, y decir conteniendo la emoción: bueno, la verdad, mira, yo llevaría Los detectives salvajes. Desde hace un año, el libro de mis amores, y aún nadie lo derrumba de su trono. 609 páginas de una Rayuela tremenda, absurda, tierna, infernal, delirante, romántica, vital, coño, ¡vital!: no lo puedo definir mejor, ¡no puedo! 609 páginas y ni un solo punto y coma, ¡ni uno!, en toda la novela. Esto puede sonar trivial, pero no lo es. La puntuación, antes que ser un sistema de normas, es una respiración: es el pulso del autor, y parte del alma y cuerpo de la obra. Roberto, al no poner punto y coma, me dice algo, entabla un diálogo distinto, juega: quisiera ser más claro, pero esta nota-texto-tributo, está escrita desde el afecto, este fulano me tumbó un dogma, y además me dejó el mundo entre comillas, suspendido. Una coma en el lugar indicado te salva la vida, puede ser un golpe de knock-out al lector, cada fragmento cuenta y todo hace parte de una gran estructura, de un laberinto. Roberto, hijo de puta, me dejaste vuelto de revés, y luego redoblaste la apuesta: con un par de esos signos que no son ni una cosa ni la otra, puesto aquí y allá en alguna línea, a lo largo de 1124 páginas. 2666: ¿cómo me haces esto?, 1124 páginas, y yo como un loco leyendo, en una habitación con goteras, entre el dolor de una ruptura y el colchón-cuneta oliendo a todo, leyendo, leyendo, obsesionado ya con todo el universo que construyes, queriendo siempre más, incapaz de ser prudente, o de masticar cada bocado, de darme un buen banquete, me abalancé sobre todo, y me lo devoré con furia. A la página 500 eras mi escritor favorito, en la número 1124, mi amigo. Leí en el prólogo de esta última novela que tu idea era publicar las 5 secciones que componen el libro de forma individual, lo cual garantizaría un alivio económico al futuro de tus hijos, pues tú, ya te estabas yendo. Esto se hubiera traducido en 5 libros cortos, sin la intensidad que tiene este mastodonte necesario, hubiera sido un error, tenían que ser 1124 páginas, mira que lo digo yo, que hace rato dije que odiaba los grandes libros: ¡mírame ahora!, deseando encontrarte, leerte en 2000, 3000 páginas. Roberto, pedazo de…, menos mal a tu editor no le sonó la idea y publicó todo junto, saber si debe tener una página o mil, es una tarea azarosa, y quizás sin importancia, aunque tú te quejabas de que ya nadie se arriesgaba a los grandes proyectos.
Mi padre, una vez me regaló un libro, lo firmó escribiendo que estos eran como amigos que te hacen compañía. Vos, Roberto, fuiste mi mejor cómplice durante momentos de andar visitando el fondo, y produces algo que juzgo maravilloso y que es un deseo en lo que hago: vos me das ganas de escribir.                             

jueves, 5 de septiembre de 2013

Pequeña caja de inmersión (5)


Madrugada de 1993
Este es mi rostro de todos los días, incluidas las nubes.
Menos una costilla, dos párpados y un motor por nariz.
Labios, manchas, mapas, noviembre en los pómulos, mamífero en la tristeza de los ojos.
Dos fosas nasales, tabique roto, alguien en las pestañas.
Este es mi rostro por el que entro cada noche en mi espejo y me afeito.
Rostro por el que atestiguan gentes conocerme.
Hay archivos míos, folios y fotos que dan cuenta de mi mentón y mis cejas.
Pero hay días que no me reconozco, días que paso de largo por la calle sin saludarme.
Sin entender del todo a qué vienen estos rasgos usados.
Quizás sea que me despierta la nieve bajo mis párpados: tal vez la voz miente
Algo de sus colores, y no queda rastro en la pupila de tu cuerpo.
Entonces dudo, porque no hay rostro mío que no sea un rastro tuyo.
Tú eres lo evidente en cada fragmento de carne. Tú me delatas cuando huyo de mí.
El mentón te ha visto boca abajo tendida en el sillón,
La curva de tu espalda continúa el arco de mis cejas.
Así que ya no puedo decir con certeza que este sea mi rostro definitivo.
Una página que me espía dice: “toda incertidumbre, es semilla de libertad”.
Y tal vez mañana olvide alguna calle en mi frente.
O quizás puesto tu sabor en mi lengua, haya que empezarlo todo de nuevo.
El aire, la sombra, la misma raíz del fuego y la etimología de las alas de los pájaros.
Entonces este rostro no sería más que un encuentro, otro más.
Acaso una de tantas casualidades del amor, como lo es el perfume, o enero.
¿Podría decir que este rostro con el que te amo es mío?
¿Podría decir que soy dueño de él, o que permanezco al acecho de algo vivo?
Mi rostro no sería más que una emoción, un molde para tu risa.
¿Quién nos presta estas formas que en silencio nos llevan y en silencio nos abandonan?
Imagino existe algún depósito donde se reparan los desperfectos
De las estaciones (una hoja que no cayó, una ventana sin luna, un viento que no
Encuentra la dirección y las palomas que pierden sus itinerarios), allí creo
Deben estar las manos sin caricias, los nombres de las nubes, y las partes simples
De todo rostro cotidiano… Eso creo, e interrogo al timbre de mi puerta.
¿Ves que no sabes a quién miras? Y acaso cuando lloras lo intuyes: porque lloras
Pedacitos de peces en la escalera, bajo la luz de la bombilla, y tal vez no se
Te haga raro encontrarme en la portada del periódico,
Sosteniendo un facha de normal algo sospechosa, mientras tú renaces tu cuerpo
En la mañana, con los semáforos, en rojo de tu boca.   
Acaso alguna de las mujeres que te habitan sepan la verdad: de lo qué miras cuando miras
Esta débil armazón que se diluye en la palabra que la nombra.
¡Ah!, que dulce es la máscara con sus costumbres.    
Hay días en que no me reconocería en la calle, madrugadas ajenas que de pronto
Aparecen colgadas de mis encías, y me duelen, porque no estás,
No hay huella tuya. Entonces fumo, huraño, prostático con un plomo por ombligo,
De a pie o en automóvil, pero a toda prisa,
Buscando ese depósito de rostros para regresarte con el resto de mis complejos,
A este desorden de papeles que me hacen reconocible a tu más cotidiana luz.  

Del libro: "Últimos días de Robert J. O´Hara". 

Pequeña caja de inmersión (4)


Hoy no soy más que tristeza
Hoy, repentinamente, me he detenido en mis ejes subcutáneos,
Suspendida la digestión, quieta la rueca torpe de mis maxilares.
Sin previo aviso, he tornado pálidas las mariposas de mi ceniza, este lunes.
Vuelta de revés la lluvia, escupiendo sus taxis y sus sombrillas,
Incluso el granizo de las palabras que alguien me dictaba en el aire metálico,
Cuando de pronto he tenido la imperiosa necesidad
De asomar mi frente en el río del tiempo,
Corriendo por el cristal de las vitrinas, y he gritado: “¿¡acaso esto es todo!?”
Y me he echado a llorar niños en el andén.
Hoy no soy más que tristeza, desde el tuétano hasta Dios.
En lo altamente meditativo del pavimento donde vuelan las colegialas.
Desde el aterrado sístole de la sombra, hasta la penúltima raíz
De mis 324 dedos, hoy no soy más que tristeza.
Con las mil y una noches, los telescopios y los astronautas.
Con el cadáver de Marilyn, con Ginebra, con Kioto y con vodka,
Yo le digo a mi cautivo: “ya veo este dolor que te crece, ya lo sé, respira”.
Pero este oxigeno no es mío, tampoco la almohada,
Menos aun la barba, nada alrededor, ¡fuera el cuerpo!, todo sale en Borges cansados,
Quejándose de demasiada luz, a 32 revoluciones por minuto,
De una mujer que no me ama, que nunca tuve… De haberla tenido,
Al menos por esta sencilla eternidad entre el trabajo, el odontólogo y la risa,
Tal vez algo podría haber remediado de nuestras costumbres.
Sé que no es tarde, lo que nos ocupa es otra cosa, algo guardado en el terciopelo,
Entre el antiguo Egipto y Roma, pero más allá del fuego, de las espadas y los planetas,
Algo que concierne a los travestis de la avenida Libertador,
Algo que sube desde la saliva y nos grita a partir del pubis, en las llamadas
Telefónicas, y desde Edipo hasta el cementerio de Westwood.
Tal vez sea la náusea de Sartre,
 O el “sucede que me canso de ser hombre” que dictó un pájaro en el viento,
Poblado de figuras misteriosas en Chile: o un simple resfriado…
No lo sé, no lo sé. Sólo puedo decir que hoy no soy más que tristeza.
Discretamente, pero a voz en cuello,
Lo digo de perfil, y aun después de bañado y perfumado.
Hoy no soy más que tristeza. No tanto el ojo,
Como los omoplatos doblados con las camisas. No tanto quizás
La duda cartesiana, como el dolor en los nudillos.
Este peso vertical de años de evolución y para qué: aquí sigue Robert O’Hara.
Me aprietan los zapatos, sí, y aún nos sobreviven los sauces y el amarillo.
Algo de Van Gogh, Frida-querida, pero todavía la muerte,
Todavía el hambre, la metralla, las bombas: el abrazo ocasional, sí,
La humedad de la mujer, sí, algún heterónimo que Pessoa se olvidó de matar
Con su propia muerte, y todavía el deshielo,
Los tanques, todavía esta suerte ciega, este andar a tientas: yo y mi tristeza,
Y no saber qué hacer o decir, o cómo recuperar la postura y salir al mundo.
Cómo tener citas, hábitos saludables, horas de sueño.


Del libro: "Últimos días de Robert J. O´Hara"

Pequeña caja de inmersión (3)



Últimos días de Robert J. O’Hara
49 años y un nido de palomas en el cuero capilar, acumulo en esta esquina del mundo.
Esperando a una flaca de tetas pequeñas para arrojar al mar todas las puertas.
Porque ya no espío las cerraduras,
Y me he dado cuenta de ciertas habitaciones sin ventanas,
Donde sólo pude ver espaldas en colores marchitos.  
Muchas veces te dije: “hasta pronto”, cuando ya empezaba a enviudecer del tacto.
Mujeriego de reflejos, y musas platónicas. 49 y anatomía del silencio.
Nicotina de torpe fantasma. Economía del sudor.
49 vueltas de satélite alrededor de nada y “bara-ban-ban-ban”.
Por esta esquina sola ha cruzado la nieve en tacones. Los Renault y un traje rentado.
El shampoo de durazno de cualquier fulana sin mi boca enredada en su histeria.
49 y un “cerrado por derribo” colgado de la caricia.
Paladar de otoño en el verso que no desnuda.
Es que en las fotos mi encéfalo siempre da la espalda, y mis costillas sonríen a lo ancho.
¿Por qué sonreirán? Realmente no lo sé.
Será que soy un delicado pájaro bipolar.
Hoy veo los árboles del parque escritos con mala ortografía, demasiado bellos.
Devorando parejas y niños. Su paladar de hojas vuelto al viento tornasol de octubre.
El color metálico de los columpios bajo el cielo plomizo.
Veo pesadillas de amores eternos y cines a oscuras.
Veo necesaria la revolución comunista, si garantiza las golondrinas,
Las flores, y una mujer que me arañe y me pida hablarle obscenidades en la alcoba.
49 y es tan sólo otro número, una linda mentira, ¡un invento, por Dios!
No el ancho de esta espera en la que cabe todo, absolutamente todo y el mar.
Los pasos que ya nadie busca. La tos del viejo.
Bara-ban-ban-ban”. 
49 años de verte no aparecer/ ni tú/ ni yo/ ni nosotros/ ni tus tetas.
49 y conjurando más que conjugando, porque, si llegaras al fin: ¿qué haré de mi vida?
¿Dónde he de poner esta miopía de ventanas? Y, ¿mi mala salud?
¿Tendré que pagar exilio a todas las mujeres de mis espejos? 49 y páncreas.
Caries y un: “quédate hoy, que tengo miedo” a cualquier desconocida.
49 y la lluvia cada martes a jugar parqués con el distraído ir y venir de la gente…
Bara-ban-ban-ban”.  
Las páginas mojadas de este gran teatro.
49 años en esta esquina sola del mundo, y “bara-ban-ban-ban”.

del libro: "Últimos días de Robert J. O´Hara"

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Qué borrachera de amigos!



Para mí, el mejor lema publicitario de todos los tiempos es este: “donde están tus amigos, está tu tierra”. Fue un eslogan creado para una cerveza, no podía ser de otro modo. La cerveza Póker (la misma de una foto muy conocida en la que el angelito empantanado y héroe subnormal de una generación de adictos al cine, a los Stones, a la salsa de Richie Ray, y al amor maldito de una ciudad que espera, pero no le abre las puertas a los desesperados, el escritor Andrés Caicedo, aparece empuñando con una sonrisa maliciosa), a diferencia de otras, por ejemplo, la cerveza Águila, que con su filosófico: “sin igual y siempre igual”, refiere más al problema de la alteridad, de la disolución del sujeto, a la manera planteada por Foucault: ¡incluso al yo cartesiano, o a las mónadas de Leibniz!, o la cerveza Club Colombia, y su vanidoso: “Cerveza Club Colombia, perfecta”, y terminando con la cerveza Costeña, y una frase divisoria con pinta de lápida: “la marca de la rumba joven en Colombia”, la Póker surca a lo afectivo, disloca el concepto territorio, patria, tierra, y lo vitaliza más allá de cualquier frontera, o límites geográficos, lo instala en la piel. Para mí, que nací en un lugar, un país, luego viví en otro, y luego me he movido entre distintas ciudades, entre patrias mínimas: que mi patria parece lo otro, eso no-anclado, la frase de Póker, junto a resacas memorables, me regala una patria, un lugar: mis amigos. Mi patria es ser perseguido por la barra brava de mi equipo, corriendo junto a mi amigo, que es parroquiano de la barra brava del equipo contrario, mi patria son los ensayos de mi primera banda de rock, siempre frustrados por líos de faldas, o de talento o de estar destapando amigos, mi patria es mi primera escapada del colegio, y mis partidos de barrio, jugar cabecitas con un globo terráqueo inflable, mi patria soy yo sentado en la ducha, caído de la borrachera, luego de beber todo el día con mi amigo, es el ventilador del techo dando macabras vueltas mientras que yo estoy a punto de vomitar, cruzando el río Leteo de mi primera decepción con las mujeres, es una “papa chorriada” una semana santa en el cerro de “Cristo Rey”, desbarrancarse hasta el río, terminar en el zoológico, todo ese inventario con tiendas de barrio entre boleros y Póker, las tetas de la dueña del lugar, las conversaciones profundas sobre cualquier cosa, la noche caliente de la ciudad, la ciudad de Andrés Caicedo, violenta, ramera, maravillosa. El lema de Póker le da olor, tacto, estatura, barriga, marcas de navaja, tatuajes improvisados, sudor y ruido, peleas, risas, promesas, pelo largo, le da nombre, mi patria, mi tierra se llama: Felipe, Juancho, Primo, Willy… Mi patria son también otros que ahora ya no están, como otros que van llegando. A Mark Twain que escribió con tanta ternura sobre la tumba de Adán, en el “Diario de Adán y Eva”: “el paraíso era donde ella estaba”, estoy seguro le hubiera encantado la Póker. ¡Seguro! Mark Twain, como el que ingenió la frase de Póker, sabían que la tierra es esa parte que tenemos entre los huesos y el cariño, que el paraíso (y la tierra), un hogar, son un corazón ambulante, aquel sitio donde demorarnos, felices, pidiendo otra ronda de amigos. Hoy, quizás un poco lejos, lo realmente maravilloso del lema de Póker, es que destapo otra cerveza, una Quilmes, por ejemplo, entre gentes nuevas, que sin embargo me adoptan como a uno más, aparece la charla y con ella la risa, la complicidad, la tierra.                        

dedicado a las primeras calles de mi tierra: 
Felipe, Juancho, Primo, Willy.