lunes, 7 de abril de 2014

Jueves 12:00 pm. QUEREMOS ROCK!




Desde una pared Jim Morrison, Pappo, Luca Prodan, Jimi Hendrix, Led Zeppelin nos miran. Son un pequeño olimpo de posters de 2x3 –bañado por una luz azul–, petrificados en gestos eternos, que, sin embargo, nos juzgan: hay espacio en la pared, pero, ¿llegaremos ahí? Quizás algún día, alguna otra noche lluviosa, luego de compartir unas pizzas y algunas cervezas, un grupo de amigos entre a un bar semi desierto y encuentre esa pared con Pappo y Led Zeppelin, y a un chico empuñando un bajo, con lentes oscuros y movimientos que recuerdan a Mick Jagger (un Mick que si no recuerdo mal, falta en esta pared). Entonces alguien diga con gesto de normalidad: ¡ah, Pirutecnia!

Entonces quizás esta noche resulte memorable, al menos para unas veinte –o veintidós– personas. La pequeña reunión en el camerino (que parece sacado de una película sobre bandas Punk), todas las risas, el humo, los abrazos, las fotos que luego se pierden, o que nadie vuelve a ver, excepto un montón de años después, en colecciones impensadas. Entonces nadie recuerde el nombre de cada canción tocada esa noche, pero sí los movimientos a lo Mick Jagger, y los lentes oscuros, quizás un par de chistes entre canción y canción, quizás algunas líneas de bajo, y la atmósfera creada por la guitarra, en sincronía con los golpes de batería, y hasta con los desperfectos del teclado; que pese a todo, aparecía en los momentos justos.

Tocar para veinte o veintidós personas y hacerlos aplaudir debe tener algún mérito, moverse con tal desparpajo por el escenario, emplear a fondo las habilidades histriónicas, cantar sobre el odio al dinero, rellenar el cliché en favor de las mujeres y del sexo, todo camino del infierno, debe tener algún mérito. Comportarse como una banda de super stars, haciendo parte de esa ambigua escena llamada under, de bandas que tocan en bares desiertos, para veinte o veintidós personas, debe, no hay duda, tener algún mérito.

Pirutecnia se dio ese lujo, mientras sus integrantes se sacaban las remeras, e intercalaban entre su arsenal de canciones propias un cover de un cover (“triste canción de amor”, un tema que aquí en la Argentina se hizo famoso gracias a la banda La Renga, pero que en realidad pertenece a esa voz de aullido desafinado del mexicano Alex Lora, líder del TRI), para el que invitaron a un saxofonista amigo, creando la receta perfecta para veinte o veintidós personas cantando en coro. “Gold on the ceiling” cerró la lista de covers, apropiándose de los saltos provocadores de la guitarra de los Black Keys. La banda supo manejar lo propio y lo prestado, operando tiempos, manteniendo animados a los espectadores (hay mucho de teatro, lo reconoce el vocalista y líder de la banda, y suma: la idea es divertir). Canciones de duración ajena a los formatos comerciales, que no aburrían ni te hacían mirar el vaso vacío de cerveza y pensar ¡mierda, qué costosa que está!

Al final, luego de una hora y algo, todos estábamos felices, algo ebrios, y felices, aunque en alguna parte de nuestro consciente no-rockero, sabíamos que le habíamos robado al cuerpo demasiadas horas de sueño, y que mañana había que trabajar. Lo curioso es que la banda de seguro también lo sabía. Al menos su vocalista lo sabía. Y es curioso verlo a plena luz del día moviendo cajas. No luce como el chico tatuado que toca el bajo con actitud arrogante. Ahora va de un lado a otro apilando cajas, haciendo algún chiste al pasar. Quizás eso marca a las bandas under: la necesaria duplicidad para mantener vivo un sueño. El negociar con el capital de día para escupirlo de noche, ser algo de Doctor Jekyll y Mr. Hyde. Para regalarnos pequeñas noches memorables. Eso es rock.