Desde una pared
Jim Morrison, Pappo, Luca Prodan, Jimi Hendrix, Led Zeppelin nos miran. Son un pequeño olimpo de posters de 2x3
–bañado por una luz azul–, petrificados en gestos eternos, que, sin embargo,
nos juzgan: hay espacio en la pared, pero, ¿llegaremos ahí? Quizás algún día,
alguna otra noche lluviosa, luego de compartir unas pizzas y algunas cervezas,
un grupo de amigos entre a un bar semi desierto y encuentre esa pared con Pappo
y Led Zeppelin, y a un chico empuñando un bajo, con lentes oscuros y
movimientos que recuerdan a Mick Jagger (un Mick que si no recuerdo mal, falta
en esta pared). Entonces alguien diga con gesto de normalidad: ¡ah, Pirutecnia!
Entonces quizás
esta noche resulte memorable, al menos para unas veinte –o veintidós– personas.
La pequeña reunión en el camerino (que parece sacado de una película sobre
bandas Punk), todas las risas, el humo, los abrazos, las fotos que luego se
pierden, o que nadie vuelve a ver, excepto un montón de años después, en
colecciones impensadas. Entonces nadie recuerde el nombre de cada canción
tocada esa noche, pero sí los movimientos a lo Mick Jagger, y los lentes
oscuros, quizás un par de chistes entre canción y canción, quizás algunas
líneas de bajo, y la atmósfera creada por la guitarra, en sincronía con los
golpes de batería, y hasta con los desperfectos del teclado; que pese a todo,
aparecía en los momentos justos.
Tocar para
veinte o veintidós personas y hacerlos aplaudir debe tener algún mérito,
moverse con tal desparpajo por el escenario, emplear a fondo las habilidades
histriónicas, cantar sobre el odio al dinero, rellenar el cliché en favor de
las mujeres y del sexo, todo camino del infierno, debe tener algún mérito.
Comportarse como una banda de super stars,
haciendo parte de esa ambigua escena llamada under, de bandas que tocan en bares desiertos, para veinte o
veintidós personas, debe, no hay duda, tener algún mérito.
Pirutecnia se
dio ese lujo, mientras sus integrantes se sacaban las remeras, e intercalaban
entre su arsenal de canciones propias un cover de un cover (“triste canción de
amor”, un tema que aquí en la Argentina se hizo famoso gracias a la banda La
Renga, pero que en realidad pertenece a esa voz de aullido desafinado del
mexicano Alex Lora, líder del TRI), para el que invitaron a un saxofonista
amigo, creando la receta perfecta para veinte o veintidós personas cantando en
coro. “Gold on the ceiling” cerró la lista de covers, apropiándose de los
saltos provocadores de la guitarra de los Black Keys. La banda supo manejar lo
propio y lo prestado, operando tiempos, manteniendo animados a los espectadores
(hay mucho de teatro, lo reconoce el vocalista y líder de la banda, y suma: la
idea es divertir). Canciones de duración ajena a los formatos comerciales, que
no aburrían ni te hacían mirar el vaso vacío de cerveza y pensar ¡mierda, qué
costosa que está!
Al final, luego
de una hora y algo, todos estábamos felices, algo ebrios, y felices, aunque en
alguna parte de nuestro consciente no-rockero, sabíamos que le habíamos robado
al cuerpo demasiadas horas de sueño, y que mañana había que trabajar. Lo
curioso es que la banda de seguro también lo sabía. Al menos su vocalista lo
sabía. Y es curioso verlo a plena luz del día moviendo cajas. No luce como el
chico tatuado que toca el bajo con actitud arrogante. Ahora va de un lado a
otro apilando cajas, haciendo algún chiste al pasar. Quizás eso marca a las
bandas under: la necesaria duplicidad
para mantener vivo un sueño. El negociar con el capital de día para escupirlo
de noche, ser algo de Doctor Jekyll y Mr. Hyde. Para regalarnos pequeñas noches
memorables. Eso es rock.