sábado, 22 de octubre de 2016

crónica de striptease, hombres lobo y Luís Miguel





Es así. Yo no puedo escuchar a Luis Miguel, sin tener la incómoda certeza que alguien, de un momento a otro, va a empezar a desnudarse. La mía, lo sé, es una condición, digamos, sui generis, pero real. Bastante real. Pido un minuto, antes que el apreciado lector me mande al diablo, para explicar el origen y las circunstancias que rodearon la irrupción de esta enfermedad, en lo que hasta ese momento, apartando las bromas a mi abuelo sordo y el año que pasé con la apéndice inflamada por una novia taoísta, era una vida bastante normal.

Llevaba poco tiempo en Buenos Aires, luego de dejar a mi familia, mi trabajo, y las calurosas noches de cerveza en mi ciudad; en un país que, ni bien puse un pie en el aeropuerto, me pareció lejano. Cansado de ciertas rutinas, con los sueños llenos de carreteras y paisajes exóticos, me lancé a la aventura; tenía algunos ahorros y todo se resolvió rápido; casi tan rápido como mi capital fue achicándose hasta hacerme cliente recurrente de las páginas de empleo. Bajo aquel régimen que me obligaba a ejercitar la imaginación, descubriendo todas las combinaciones posibles para el arroz, fue que una tarde de tres chaquetas y dos bufandas de agosto (todos hablan de la melancolía de la ciudad, y no es ilógico, la arquitectura, el tango, todo eso; pero aquel fue mi primer invierno, y era como si la ciudad se burlara de mí), sentado en un café con un amigo que había conocido a través de otro amigo lejano, apareció una oportunidad.  

¿Debo decir que esta, cómo llamarla, condición, enfermedad, se extiende más allá de la frontera mejicana: baja por el mapa, ¡cruza el mar!? Quizás lo mejor sea calmar la ansiedad, y desarrollar los eventos de forma ordenada. La prisa atolondra las imágenes de diminutos penecitos de plástico, se confunden con el humo dulzón y los gritos desesperados. Ya llegaremos a la raíz del asunto. Primero debo decir que el café estuvo bien, y que una semana después yo me encontraba en la puerta de entrada de una discoteca, dos de la tarde, en una calle poco transitada, cerca de una plaza con su caballo y su prócer, y a pocas cuadras de la estación de trenes.                  

De día la fachada del sitio es igual a la de un hotel. Una vez se cruza la puerta de vidrio hay un mostrador; tras él, una blanca nieves pechugona: ojos verdes, delineados, y un teléfono en una oreja; habla, sonríe, putea, se mira las uñas, me mira, sonríe, cuelga. Detrás de ella, a un costado, hay un telón negro, una puerta, un detector de metales. Daniela es amable, con esa amabilidad que se acostumbra en esta ciudad, que raya en el desparpajo, entre el sarcasmo y la dulzura. Las preguntas van y van, porque yo apenas respondo, monosílabos y gestos que quizás la hacen dudar, pero como voy con la recomendación de mi amigo, Daniela se esfuerza, ¿hace cuánto llegaste?, ¿qué viniste a hacer?, su voz es alegre e imponente, por momento me siento interrogado por un oficial de la inteligencia soviética, como en las películas. Todo esto sucede de forma simultánea, mientras Daniela contesta el teléfono, toma reservaciones, pelea y me mira; vuele al ataque, ¿hace cuánto conoces a F? Pregunta complicada, no sabría, hace algunos meses, poco menos; sé que usa ropa muy ajustada y zapatos de falsa piel de serpiente, sé que es poeta. No creo haber dicho nada de esto, pero Daniel de pronto se sonríe, algo dije, pero no sé qué. Por lo que ella me pregunta si tengo disponibilidad para trabajar los fines de semana; yo le digo que sí, por supuesto: conozco el horario, de nueve de la noche, hasta las cinco de la mañana. Ella asiente. Me dice cuánto es la paga. Me pregunta si alguna vez trabajé de mesero. Miento. Me extiende una hoja plastificada: es el menú con las bebidas, llevatelo, dice, así repasás los precios. Asiento, y ella toma otra llamada. Mientras coqueta, o discute, o habla, en esta ciudad es una cuestión poco clara, miro el menú, sin mucho interés. Paseo la vista sin orden por el lugar, mirando el techo, el piso, el gran espejo que reemplaza una pared, hasta que veo las tarjetas de presentación del sitio, donde un hombre con el torso desnudo, posa como si se recostara en un sofá invisible; la mirada fija, el bóxer blanco, el tatuaje en el brazo. El resto, letras doradas.

El desconcierto no termina de convertirse en alarma, cuando Daniela retoma la inducción y me aclara, el show arranca a las diez, termina a las once, eso el viernes, los sábados todo es un poco más tarde, ¿se entiende? Yo la miro sin mirarla, pienso en la tarjeta, aunque ella me habla de la “pizza libre”, que dura lo que dura el show; ni bien termina, hay que levantar todo, mover las mesas y las sillas, para el “boliche” (traducción: discoteca). Daniela ha terminado con la exactitud de un especialista en el tema. Me dirige una sonrisa satisfecha, a la espera de mis preguntas. Nada pasa. Ella insiste entonces, quizás experta en esto de tomar la iniciativa con los hombres, ¿alguna duda, Colombia? (no muy original, pero ese será mi sobrenombre). Como sigo callado, vuelve a insistir. Ahora transcribo:
     ¿Qué es el show?
     ¡Pues, el show! ¿Cómo le dicen en Colombia?
      ¿Al Show?
     ¡Y, sí!
     No sé… ¿Cuál Show?

Pudieron pasar horas así. El detalle que se me escapó, y que mi amigo jamás mencionó, era que de nueve a once de la noche la entrada estaba reservada sólo para mujeres, y el famoso show era cuando un grupo de hombres con los músculos como hubiera hallado más que apropiado Platón en su banquete, se desnudaban al grito herido de una reinventada Alejandra Guzmán.   

Para ser honesto, me pasa con Alejandra Guzmán, Ricardo Arjona, David Bisbal, Camila, y hasta Aerosmith ("I dont wanna miss a thing"). Esta condición, similar al trauma post-conflicto que sufren la mayoría de ex combatientes sometidos a excesiva presión, y de la que quisiera yo fundar acaso el primer grupo de apoyo, se manifiesta con sudores fríos, y una irrefrenable necesidad de llevarle pizza a alguien. Muchos pacientes declaran tener pesadillas recurrentes de pilotos que extraen chupetines de sus tangas, mientras la Guzmán se rompe el gaznate a puro aullido.
Durante los próximos cuatro meses mi acento será mexicano, o, ay qué lindo, ¿de qué parte de España sos? Depende de lo borracha que esté la cumpleañera, que te agarra el culo y sonríe, con el estrabismo coqueto del speed con Vodka. ¡A ella, sencillamente le-en-can-tan los centroamericanos! Jamás podré acercarme de nuevo a un padrino de la mafia u hombre lobo, sin temer que sus pantalones salgan volando. Luego de este trabajo nunca tendré un auto, si el precio es relacionarme con un mecánico que cubre su cuerpo con crema y susurra entre juguetonas gotas de agua: “mía, hoy serás mía, lo sé”.   
                    
***
No sé si es luna llena. Tal vez. La niebla brota a chorros desde alguna parte del piso, con un olor dulzón. Las vírgenes gritan (no son muchas, igual). También lo hacen las recién divorciadas, las cumpleañeras y algunas próximas casadas. Claman, las posesas con afros multicolores: “¡show, show, queremos show!”. Una voz como de aeropuerto, o de tele-venta les da la bienvenida a la noche de Buenos Aires, les recuerda que está prohibido sacar fotos, y les anuncia a los hombres más hermosos de la Argentina. Los gritos de pánico se disparan. La oscuridad.

David Bisbal y un piano, una maldición: “fui condenado a quererte sin razón”. Entre las sombras de enfermeras, colegialas y sexy-policías, el hombre lobo se mueve. Más gritos. Huele el miedo, pasando sus garras por algún escote. Avanza entre las mesas al ritmo de la música que va creciendo, poco a poco, “y beberá mi sangre, y beberás mi amor”. ¡Luces! ¡El hombre lobo salta al escenario! “¡Nada impedirá que te ame, que seas mía, si corre por mis venas la pasión!”. Despojado de su grueso pelaje, exhibe su pecho bronceado, y abdominales de gimnasio (¡ah, la soledad de los condenados!); en el omoplato delata la marca de su maldición. Si bien se parece demasiado al escudo de River Plate. El hombre lobo sin pelos en las axilas baila entre las mesas. Las manos se aferran a sus nalgas. No queda más que una pequeña tanga blanca que él mismo rasga y revolea por el aire; las vacantes se desmayan aferradas a sus celulares, con todo y sus antenitas, similares a las del Chapulín Colorado; no obstante, estas son dos lindos penecitos que titilan en rojo. Avalancha de aplausos para el hombre lobo que enseña y oculta en mágico final, su extrañamente de color violeta, parte más sensible, debajo de una toalla de manos.   

***

¿Vos trabajaste en G? Es la primera pregunta que la gente hace cuando le cuentas la historia; y no es tanto una pregunta, como una exclamación cercana al famoso ¡plop!, de Condorito. Te escudriñan de arriba abajo con los ojos bien abiertos y una sonrisita morbosa que apenas si disimulan; ya sabes lo que están pensando, y por eso cuentas la historia con cierta ambigüedad, como dejando muchos espacios grises para que cada uno entienda como quiera el asunto. Todos entienden de la misma manera al principio, por eso te examinan de arriba abajo y sonríen y ninguno se atreve con la pregunta que realmente quieren preguntar. Ése es el mayor placer al contar historias.  
Yo trabajaba en G. Lo dices así y haces una pausa; entonces te miran y, ¿qué ven?: un fulano (un chabón) de un metro setentaicuatro y escasos sesenta kilos. Cara de tonto y algo despistado. Sonríen nerviosos. No dices más, estás haciendo la pausa; como Bela Lugosi en Drácula, y su famoso “yo no bebo…, vino”, es impresionante el poder que tienen unos puntos suspensivos bien puestos. 

***

Ya no recuerdo las conversaciones que teníamos en el depósito. Sé que se fumaba un cigarro común con las chicas encargadas de la limpieza de los baños (las oía quejarse de las pelotudas que vomitaban en el pasillo), rodeados de canastas de cerveza, pilas de energizante y gaseosas, descansando de los gritos, de ir y llevar bandejas de pizzas, de hacer la cuenta a oscuras. Salís. Hay que retirar las copas de las mesas, esquivando pellizcos y la amble protesta de una a la que no le dejás ver, ¡correte, chabón! Vuelves a la cocina, qué haces: te bebes todo lo que sobró en los vasos. ¡Ey!, siempre cerca de la nevera, ahí la cámara de seguridad no te enfoca. Comé un pedazo de pizza. Dos. Ya casi empieza la parte del show donde ellas suben; a la que mejor baile y más se quite, le regalan un pase gratis para volver el próximo fin de semana. Por un momento nada de motociclistas dominicanos que hacen piruetas humanamente irrepetibles. Pedí algo en la barra. Hay dos: una cerca de la entrada, y otra junto al escenario. Mirá un par de tetas. Mirá las banderas que decoran las paredes. Los apuntadores láser de la gente de seguridad, reprendiendo a una que otra entusiasta de la fotografía. Contá la propina, viene el mecánico; el último número de la noche. Crema para afeitar, o crema batida. Una ducha. Ricky Martín “tu recuerdo sigue aquí, como un aguacero”; un hombre, el cansancio después de un largo día de trabajo, se prepara para una cita; juguetea con el agua, se disuelve la espuma, salpicaduras al público en éxtasis, y entonces, aparece el mejor Luis Miguel, y “¡entrégate, aún no te siento, deja que tu cuerpo se acostumbre a mi calor!". Euforia. Brazos al aire, todos juntos “entrégate, sin condiciones”. Llanto, gritos y promesas, súplicas, el mecánico se seca poco a poco el cuerpo; pregunta con gesto inocente ¿me pongo los calzones? Más ruegos desesperados. Resulta tan genial, porque funciona al revés, es un tipo que arranca en bola, y se va vistiendo.
    
***  

Este es el punto más alto de la noche. Apenas igualado por la salida de los militares, a mitad de la noche, que con el español mareado de Madona cantando “no llores por mí, Argentina”, terminan en fila y en unos calzones con la bandera blanca y celeste, junto al abultado sol amarillo y un saludo militar final, para que retumbe el coro del estadio “Ar-gen-tina-Ar-gen-tina”. Sentimiento patrio, firme y orgulloso. Pero, ¿cómo hacen para generar una de esas erecciones en segundos? Fumo en un paréntesis. Responde una de las chicas del baño, una paraguaya de rubio oxigenado, y buena gente: con una goma. Se la amarran y ya está. ¡Ah! Revelaciones invaluables.      

***

Digamos que son casi las 5am. Atraviesa veloz de cansancio, la plaza con la estatua del libertador en su caballo. Digamos que el cielo aún no amanece. Va envuelto en esa vieja chaqueta que ya no es negra ni abriga de Led Zeppelin; con la capucha puesta; en un bolsillo la paga de la noche. Llega a la estación de trenes, a esa hora nadie cobra el boleto; pasa, busca el andén, entre otros rostros silenciosos, o de hablar bajo; todos soñolientos, todos cubiertos con las capuchas de las chaquetas, puede adivinar el color de esos rostros. Bolivianos. Peruanos. Todos empiezan su jornada laboral en fábricas, o en construcciones. La mayoría toma café o fuma. El tren llega y se va. El tiempo es otra cosa: una ventana, un reflejo, la sensación de tener los pies hinchados. El vagón se mueve mientras el cielo se torna de un azul claro; amanecen los edificios; ve gente que sale a esa hora a trotar. Deja su cabeza contra el cristal y duerme, como todos, con la cabeza hundida en los hombros, pasa el carrito del café; se venden lapiceras.


Baja. Camina como si lo llevaran, compra un pancho (¿por qué le dirán así al perro caliente?). Va por la calle tragando en desorden, la mostaza se mezcla con la nicotina, la avenida vacía, sólo pocas palomas. Quedan por subir catorce pisos en ascensor. Ya no vive en la pensión. Abre la puerta, desde ahí su striptease personal: silencioso. Está pasado a cigarro y a sudor. Queda en calzones, la ropa regada por el piso, el dinero de la noche va a una lata de leche que le sirve de alcancía. Camina hasta la habitación, a veces ella se queda a dormir; se hunde a su lado, la besa, tal vez cruzan dos palabras y se duermen. Pasan cosas en la vida de ambos. Se tachan días de calendario, fines de semana, uno menos. Habrá tiempo para recordarlo. Ahora digamos que es domingo y que duermen.  

viernes, 2 de septiembre de 2016

ME VOY VOLVIENDO NEGRO




Cuando mi negra se muera, me voy a hacer una canoa con su cuerpo, pa´ remontar el río. Mi río Atrato, ancho como las caderas de mi negra; mi río Timbiquí, lleno de voces, y de pájaros, como la misma voz de cascabel de mi negra: ahí la oigo que me grita: “vení, vos, diablo, ¡dónde se habrá metido!”. Voy yendo, mama buena, vengo de andarme por esa tierra donde se ensayan relámpagos; mirá cómo llueve con su alboroto de monos aullando felices, en las ramas de los árboles, lanzándole pepas de mango, al reflejo de la luna en el agua. Mirá cómo sale San Pedro a lavarse la túnica en el aguacero. Tiene la melena toda alborotada y los dientes sucios de mascar tamarindo. Amanece. Me voy volviendo negro. Con la bemba colgando, con la bemba que te llama, negra mía, en el cuero de los tambores, en mis palmas coloradas, ¡que por qué!, de tanto palmear la tierra. La tierra estaba todavía caliente, y era un amasijo sin forma y una bola caliente y un pedazo de fruta y un barrizal de cielo, cuando salimos a llamarte y los guacamayos aún no habían aprendido el arte de los telegramas; y te llamamos, golpeando con la palma abierta, esta tierra blanda que nuestras manos en su repique, fueron amasando; nos fuimos tiñendo de rojo-naranja, desnudos en la planta del pie, y de la entraña fresca de la selva te oímos cantar. 

Era una voz venida del hondo socavón de tu alma, oliendo a cadena, a dulce, a madera mojada, a fuego viejo de otras sílabas aprendidas en el primer día del mundo, cuando Dios tirado en su hamaca dijo: “esa franja de lluvia que ven ahí, es el río; cuando yo me muera, me hacen una pira de grillos, y una canoa con este pecho y unas velas con esta barba, y unos remos de mis dos cejas, y van y pescan bagres y truchas arcoíris, y compran mucho aguardiente, y se emborrachan todos en mi nombre, que yo pago luego”. ¡Ya me voy volviendo negro!, más negro, ahí me crece la selva en el esternón, se me entiesa todo el lomo, ya voy, negra, que ya voy, a juntarme a la rotación de tus tetas, apretujado al ritmo de tu lengua, al sudor telúrico que se te sale por la risa. Se me va tiznando la frente, oscura la nariz de boxeador, carbón de orejas y pómulos. A mi negra le gusta verme amanecido en sus besos. Cuando mi negra se vaya, voy a despelucar un ramo de nubes para hacerle dos aretes, me voy a colgar sus collares pa´ subir, corriente arriba, a las fiestas de la virgen, que llenan el agua de flores. Mi negra anda descalza, mi negra libre, sus piernas que me ciñen, me aprietan, me exprimen,  me comprimen, y me chupan, sus piernas que son dos troncos, que son las orillas de mi noche, que son la noche y las estrellas como perlas transpiradas de sus ojos. Cuando ella se vaya con la humedad del día que comienza, yo me iré a vivir al corazón de una papaya. Ya me voy, estoy, me voy haciendo negro, se me estiran las vocales, que por qué tengo ojos amarillos y grandes, que por qué tengo branquias, me voy, ay mamá, me sube el ritmo en un mareo, qué es esto que me quema en la cosquilla, se me dora el alma, se me hace semilla, selva que suda, que ruge, que pide, que vive, ay, por mi negra, si se me muere se me muere la risa, pero me iré por mi río a echar las redes, con mi negra, con sus tetas de trasatlántico portentoso, rompiendo las olas marrones, sucias de domingo. 

Me voy, que ya me hago negro, las consonantes de aceite de coco de su amor, sus calzones diminutos, sus pedacito de alma hirviendo de noche, llenando este reguero de oscuridad, con estrellas, vení, vení mordeme aquí, chúpame acá, tocá, agarrá, sobá, frotá, cantá, bailá, me voy haciendo negro con su negrura, mi negra, mi piel se tensa, ahí la tambora, en el bohío, juntos en la choza, vení, vení, arañame, pinchame, tócame, ve, un poco, un poquitito, más, apretá, apretá, apretá, apretá. 

CANTO



CANTO



¿Vio usted lo que es esto?, le digo que no hay quién me aguante semejante relajo de estrellas; ¡ay, por Dios!, bien me dijeron que uno está hecho del lugar en el que se mueve a sus anchas;
Yo por eso le digo:
Fíjese a mí, que cuando una caricia me esculca el alma, ay mamá, ¡toditito el costillar que me zumba y rezumba a marimba e´ chonta!; quién me va a calmar este caracoleo de palabras, por esternón mi cordillera, centro, oriente, y occidente, arriero que camina, sueño a machete, venite luna a vivir al patio conmigo, en el murmullo del platanal.
Es que me brota húmeda y profunda la verba, la bemba y el ritmo; agárrame, en farallones tus abrazos, barahúnda de guacamayos, tropel de pájaros y guacharacas, Virgen de las Lajas, en amarillos se me desvela el cielo del paladar; ¿quién me para?, teneme, teneme, negro;  
Oiga, sobrino, no más, este barranco luminoso de tardes entre amigos; relajo de chicha, que no me hable nadie del adverbio, aquí todo presente, y hasta la tristeza se baila:
Paso, tacón, punta, y sigo:
¡Sabor!
Bella brilla la paridera del horizonte ancho, anchísimo como lo que dura un suspiro en el valle del Sinú, o la risa de Raúl Gomez Jattin; gorda y caliente, desvelada en un bolero, en cualquier esquina de trompeta, va la luna, en el canto del pescador, en los rezos esclavos del palenque, libre como mi Pacífico, rojo, rojo, camarón altanero, Buenaventura es este desmadre de perlas en las bocas, aquí te siento Richie Ray.
Un 13 de agosto de 1999 nos quisieron asesinar la risa,
¡Ja, habrase visto! 
Póngame el río, con su coro de chicharras; corazón de mango biche, risita de grosella, suelta la brisa de un tambor, respiro, acordeón y desierto, tanta casa en el aire, mi niño, para este pique de pulsos; ya me voy llamando, ya me hago negro, mulato, cimarrón,
Me hago pulmón de papaya, rama de tamarindo, oleaje bravío, tanta historia resumida en mis manos, en estas líneas, uñas de páramo y papa, tengo cuero de tambor, tengo misterios bajo la ruana,
Pa´ contarte un río Atrato de verdes por esternón, poblado de voces, millar de historias, que me parta Omar Rayo si miento, todo fue llanto, y sangre licuándose en nuestros mejores anhelos,
Pero quién puede con raza semejante, ¿viste sementales prodigiosos así?
Centauros tricolores, melena dorada al viento, Aureliano Buen Día, cinco y nada aquella noche lejana, habrase visto próceres mejor dotados que estos.
Brindo en un suspiro de anís,
Canto de caña brava, sudor bendito de campeones ciclísticos, de poetas incendiarios, a plomo nos quisieron correr de la vida, pero nadie puede con esta irresponsabilidad de chirimías, farol y verbena, una reina pa´ cada uno; venite, María candela del Cabo de la Vela,
Me quemo, gozo de ron; vente a prender la alegría con su remilgue de muerte y su ajuar tejido de estrellas, vamos a espiar por el horizonte salado, las carabelas de Colón, que ya me voy haciendo indio, Kogui, Wayu, 65 lenguas te hablan de la selva encantada,
De un hombre delfín, de una hembra que ya me crece en sierpe, amazónica planta de este pie colorado;
Con el que te marco el ritmo, no me para la lengua; esto es el poema, labios de chontaduro; es así que se canta, sustantivado en un mar de siete colores, semilla rebelde,
Joropo, bambuco, currulao de socavón festivo, de duelo a carcajadas de yuca,
Yo te canto, culebrero luminoso, de cosas invisibles y de hojas secas, de guerras y mujeres, yo te traigo de primera mano, sudor de la Magdalena para los anémicos, adjetivos de guayaba con pepas y gusano, para las tardes de domingo, y hasta los gringos de piernitas flaacas y rosadas, imantados a la cadera de una negra telúrica;
De esto te vengo diciendo, de estas cosas que somos, mi hermano, pueblo verraco, oh, júbilo inmortal, esta paridera de trovadores,
El poema nunca se acaba, me paro, pero para pedir otra.