lunes, 6 de octubre de 2014

Retrato (de pie mientras)





Su silueta se recorta a través del escote de la puerta
Perfumados los adjetivos, los labios buscan sin interés una palabra
Que la distraiga del tedio, entonces le digo:
Mira, esto es una vértebra de ballena.
Las ballenas son cetáceos de gran tamaño
Una de ellas se tragó hace mucho a un hombre
El pobre no tuvo más remedio que abrir una tienda de repuestos.
Ella mira y dice: ¡Ah!
Cruza las piernas, acaricia a la gata
Se asoma por la ventana, observa el telón de edificios
Las nubes atornilladas al aire y sobre las antenas de televisión
Ve los balcones vecinos, la arquitectura francesa
La fachada sucia, o quemada, o vieja, o empobrecida del cielo.
El agua en potencia sobre los letreros luminosos de las pizzerías
Y dice: ¡Ah!
Su cuerpo y el tiempo suelen ir separados
Discreta es la huella de su acontecimiento que deja todo patas arriba
Una y otra podrían irse por el ascensor [de un momento a otro].
No hay complicidad que llegue a retenerla
Calza lo mismo que el olvido, cuántas coincidencias más serán necesarias
Al final otro día ubicará las tres de la madrugada y volveremos a repetirnos.
Ojea mis libros, busca páginas
Juega a destripar una bombilla, esculca el pasillo, pierde tiempo en el techo
¡Ah!, dice, la geometría, los paraguas
Es tarde, hay tanto por hacer
Las horas, las palabras, el después
Tanta cosa cierta que hemos perdido, mero delirio epistémico
Solo excusas para llevarme a la cama, nada más.
Entre su cuerpo y lo que falta, el tiempo que se hace de ecos
La piel se desvela y rabia, nada más, nada para recordar
Nada a qué aferrarse, del paraíso nos queda la tortícolis
Tender el hambre sobre cualquier objeto filoso
La cuestión es cuando el rayo nos perfora y nos deja intactos
Y debemos proporcionarnos así nuevas heridas. 
***  

miércoles, 1 de octubre de 2014

El hombre más alto de la tierra



Yo soy el hombre más alto de la tierra:
Mi nombre lo he olvidado hace tiempo, o quizás nunca tuve uno.
En el 40 empecé a vagar con una banda de jazzistas
Mientras hacia algunos trabajos para la mafia
Y alimentaba a las palomas en un parque cercano.   
No sé el nombre de la mayoría de las flores, mucho menos el de los pájaros
[Supuse que si a ellos no les molestaba saber el mío
Yo no debía volverme pesado con este asunto].
Como dije, he vagado la mitad de mi vida.
Si bien, mi deseo inicial era pertenecer a la fuerza naval
Me dijeron que por mi altura sería confundido fácilmente con un faro
Lo que generaría un montón de papeleo y un riesgo para toda la compañía:
Por no mencionar a nuestras queridas instituciones.
Así que he viajado todo este tiempo, mayormente a pie
Pues es un trabajo dispendioso doblar mi cuerpo para hacerlo entrar en el asiento
Además, es una barbaridad
Cómo han subido los pasajes de autobús, como los de tren, y ni hablar de los aviones.
Ir a pie me ha permitido en cambio echar un vistazo al paisaje: 
Puedo detenerme sin prisa en una mancha de aceite
O en la forma tan particular en que los peluqueros barren los montoncitos
De cabello de su piso ajedrezado.
Me resulta divertido el sol como leche de coco, todos los colores brillantes de las frutas
Redondas como planetas, los gritos de los negros al llamarse entre ellos
Sus pulmones rosados y blancos de los que escupen monedas y espinas de pescado
[A veces me regalan un pañuelo o un racimo de bananos].
Los niños me confunden con un cocotero y se me trepan sin más:
¿Y los cocos?, me preguntan curiosos
No tengo cocos, porque no soy un cocotero
Soy el hombre más alto de la tierra, respondo yo, pero ellos mueven los ojos de luna
Y se bajan protestando: cocotero chimbo.
A mí no me molesta esto
Incluso hay viejitos que se tumban a mis pies a dormir la siesta.
A veces incluso suspiran sueños
Que yo escucho sin hacer ruido. 
***

Virgilio Piñera




Ya se fue para el infierno, Virgilio Piñera.
Se fue quejándose de la luz
Del empapelado de las habitaciones y de los mozos de los hoteles.
Iba echando pestes de los tritones, en este mar de Miami:
¡Qué inglés ni que mierda!, no les huele a nada la boca.
¡No se les entiende un coño!
Ya se fue Virgilio Piñera, iba dando saltitos de loca feliz.
Poeta ojeroso y sandunguero.
Pronto vendrá otra temporada de abuelitos canadienses de piernas blanquísimas
Pero él ya se fue con sus guayaberas de pezones duros
El verso transpirado de caricias del trópico, con la saliva dulce de la fruta
Y el semen como una lágrima
[Como el ojo de un pez].
Semen de la lluvia contra los tejados, de un cuerpo molido a suspiros
De las buenas costumbres de los amantes.
Pobre Dios. 
Qué solo se va a quedar, sin nadie que le cuente historias:
Como cuando Virgilio se tiraba en su hamaca y su negro le peinaba lar-ga-men-te
La frente anchísima, y le metía vainas raras en la boca
Virgilio decía, circunspecto:
Coño, hoy las estrellas se me figuran otra cosa.
Pobre Dios.
Ha de pensar, ¡vuelve Virgilio Piñera!
Vamos a pasear por la arena, sobre balseritos desmayados.
Cuéntame tú, Virgilio, mi niño
Que no inventaste nada, y eres así, libre.
 ***

Los otros yo: las dos Fridas


Uno

Gombrich, en su libro la historia del arte (2012: 214) nos refiere en el capítulo dedicado a los artistas del siglo XIV, la amistad que había entre el pintor Simone Martini, y uno de los poetas más grandes en la historia de las letras: Petrarca; recordado por sus sonetos a Laura. Sabemos que el artista pintó un retrato de la musa inspiradora del poeta; aunque este retrato se ha extraviado (para bien del misterio), sabemos que Petrarca atesoraba esta reproducción de su amada. Quizás alguna noche repasaba en silencio el esquivo brillo de una mirada, o la leve curva de los labios. Quizás el arco de las cejas le recordaba algo, una tarde, un perfume o apenas una huella, algo perdido y hermoso, una idea pasajera. La apariencia pueril de esta anécdota, que inflamos de suposiciones, se desliza un tanto más allá de su primer contacto a nuestros ojos. Algo esconde. Acaso un pequeña revelación para este trabajo, pero debemos leer un poco más. De pronto nos enteramos que los retratos –como los entendemos hoy– no existían en el medioevo. Los artistas se servían de figuras de hombres y de mujeres, como un molde, a los que solo agregaban el nombre de la persona que pretendían representar.
Entonces nos preguntamos con malicia: ¿qué atesoraba Petrarca?, ¿el recuerdo de una idea, la falsificación amorosa de un nombre que reproduce y llena al mismo tiempo los vacíos? Ya sabemos que dicho retrato se ha perdido, jamás sabremos cuánta similitud guardaba ésa Laura, con la Laura que evocaba el poeta en sus sonetos. Dos Lauras se han perdido sin que podamos evitarlo. Gombrich nos consuela haciéndonos notar que el artista Simone Martini, como algunos maestros del siglo XIV, gustaba de pintar al natural. Y agrega, el retrato tuvo su inicio como arte, en ése momento histórico. Sin embargo, pese a estos dos datos de gran interés para una historia del arte, aún no nos sentimos del todo cómodos, y para efectos de nuestra búsqueda, se abre un punto de partida, mientras quizás en un momento recordemos las líneas iniciales del poema de Borges en el que afirma (en realidad el Cratilo de Platón es el que afirma) que el nombre es arquetipo de la cosa y en las letras de “rosa” está la rosa, y todo el Nilo en la palabra “Nilo”. Bastaba con escribir el nombre sobre el supuesto retrato, el nombre acaso contenía la esencia de esa forma, nombrar a Laura era tenerla ahí, recrearla o inventarla, aun cuando la imagen no reafirmara el recuerdo. No sólo nombrarla, escribir su nombre, tallar una inscripción que la contenga sobre una imagen que busca, entre tantos objetos móviles, efímeros, definirla. ¿Cuántas Lauras hemos perdido ya?
Desde épocas remotas, en un lejano pasado, los retratos se miraron con respeto por creerse que, al conservar el artista la apariencia visible, conservaba también el alma de la persona retratada (2012: 303). En este apartado de Gombrich, dedicado al genial Leonardo da Vinci, y a su enigmática Mona Lisa, vislumbramos acaso una categoría ritual del acto de retratar: el alma se conserva al mantenerse fieles a lo visible, a la apariencia. Retratar involucraba el riesgo, había una apuesta, podía perderse el alma. Resulta curioso, si nos paramos desde la óptica platónica, cómo se crea una pequeña dualidad: debemos atender a la apariencia para conservar el alma de la persona retratada. La apariencia, mutable, fugaz, la más de las veces engañosa, es necesaria para mantener nuestra parte más pura, eterna y perfecta, de acuerdo a los filósofos medievales. El mundo sensible garantiza la permanencia del llamado mundo de las ideas. Más que a una definición de alma, nos acercamos a una manifestación de ella, una emergencia, un lugar de encuentro; conservar la apariencia visible conservaba el alma, pero qué forma esa “apariencia visible”: el contorno de los ojos, la forma del mentón, o de la boca, la punta de la nariz, la frente, ancha, angosta, pálida, o levemente amarilla, el rostro como lugar del acontecimiento, el rostro como territorio donde el alma se manifiesta. Es en esa forma sensible, cambiante por los golpes del sol, el viento, la lluvia, en donde se da una lucha, allí, campo de batalla del devenir, el alma aparece y se conserva. Pero, si sucede que las formas cambian, ya lo hemos dicho, el sol, la lluvia, el paso del tiempo, ¿podemos acaso pensar que el alma también cambia, o quizás su modo de aparecer, de revelarse? No hemos llegado, ni mucho menos, a una definición del concepto alma, pero quizás encontramos una forma amable a nuestra manera de concebir el mundo; el alma se haya ligada en un tipo de danza con las formas sensibles, se desnuda en estas.  

  
Dos

En 1939, cuando la artista mejicana Frida Kahlo pinta el cuadro titulado Las dos Fridas, su vida parecía escindirse en dos. El cuadro fue terminado poco después de su divorcio con el  también pintor, Diego Rivera. Así definía ella su amor, amor difícil por Diego, en su diario (210:235): Diego principio, Diego constructor, Diego mi niño, Diego mi novio, Diego pintor, Diego mi amante, Diego *mi esposo*, Diego mi amigo, Diego mi madre, Diego mi padre, Diego mi hijo, Diego = Yo =, Diego Universo. La relación de los dos artistas estuvo siempre poblada de tempestades, ambos temperamentos libres, como lo definía una canción referida a ellos: un amor entre un elefante y una paloma. Sin embargo, pese a las heridas que se pueden infligir los amantes, no pudieron separarse, como lo muestra la misma Frida, Diego=Yo. Aquí se confunde el límite de los dos seres, ¿dónde empiezas tú, dónde termino yo?, no hay forma de definirlo, no hay forma de ser exactos con este territorio afectivo, las huellas son pequeños trazos, surcos que acaso dejaron su marca en la piel, contorno que se difumina, mi ser cerrado, hermético, ahora se quiebra, se agrieta, devengo Diego, Universo. En este fragmento de su diario la palabra de Frida la abre a una multiplicidad. Este devenir no nos parece meramente intelectual, sino sentido, opera a un nivel epidérmico, se traslada al lienzo (la otra piel). Pocas artistas son tan recordadas por sus retratos. Vemos el rostro de Frida, siempre tenso, duro, las cejas juntas, el bigotillo emblemático, la vemos acompañada de un pericos (Yo y mis pericos, 1941), o con el pelo corto (autorretrato con pelo cortado, 1940), y veces la vemos dos veces en el mismo lienzo.
Una de las Fridas está vestida con traje de Tehuana; los colores azules, amarillos y verdes del vestido fluyen con un fondo de grises, esta Frida sostiene un amuleto con el retrato de su esposo cuando niño, este amuleto conecta una delgada arteria que se enrolla por el brazo de ella, liga con el corazón de la primera Frida y salta al corazón de la segunda Frida, quien vestida de encaje, a un modo “europeo” parece mucho más tensa que la primera. Vestida de blanco, esta segunda Frida se desangra. La sangre que brota de la arteria gotea a la altura de los muslos, mancha de un rojo intenso el blanco del vestido, pese a los esfuerzos que realiza esta segunda Frida por detener la hemorragia con una pinza de cirujano. Las dos Fridas nos observan, sentadas y con los corazones al descubierto.        
Una de ellas, la Frida vestida de Tehuana, representa la parte mejicana de la artista, la parte admirada y amada por su esposo; la Frida vestida con el estilo europeo, representa parte de su historia familiar, las raíces del árbol genealógico judeo-húngaras, ascendencia española, vínculos con esa historia de mestizaje tan propia del latinoamericano. La Frida europea y la Frida mejicana están unidas por una arteria que se desangra, Diego es lo común a las dos, el amor que sienten por él; escindidas luego del divorcio, en cada una permanece él, la sangre que fluye de una a otra es la misma, las dos Fridas separadas, multiplicadas, aún parece que se conectan, en un gesto tan leve, pero que anuda todo el cuadro. Las Fridas están tomadas de las manos. La Frida Tehuana sostiene la mano de la Frida europea, la deja descansar en la suya, reposa suavemente, no aprieta, no fuerza, simplemente la deja estar. La belleza del gesto quizás radique en esa brevedad, en su ligereza. Ambas Fridas, la mejicana, la del día de los muertos, de calaveras dulces, de colores tierra, de hablar con vulgaridades, la Frida de vestido de encaje, la europea, de familiares alemanes, la Frida católica, la Frida pagana, de rituales a Quetzalcóatl, o a Cristo, ambas se desdoblan y se unen en ese momento. Es en este instante donde el devenir y la multiplicidad se conectan, en un territorio común: la piel. Si sucede como aseguraba el poeta Rimbaud, y “yo es otro”, ese otro ocurre siempre en las márgenes de nuestra piel. Todas las Fridas son capas, texturas una sobre la otra que se van yuxtaponiendo, que van dejando sus huellas, sus marcas, su historia.
La arteria une una parte íntima de las Fridas, es su memoria, pero el gesto de la mano, juega el papel de manifestación de toda esa interioridad, el otro del que hablaba Rimbaud anda al descubierto, está a flor de piel. Se deja ver en las pinturas. Como ya lo habíamos marcado antes, pocos artistas son tan recordados por sus retratos como Frida Kahlo; es como si ella hubiera dejado una bitácora de su trayecto, un diario de su dolor. Atormentada por cada una de las operaciones a su columna, por un aborto, o por un divorcio, Frida siempre retrató ése momento, y la Frida que lo padecía no era la misma de la pintura anterior. Es como si todas esas pinturas fueran hechas para que ella las mirara. Espiaba a esas otras Fridas tratando de conversar, tal vez un poco a la manera de Pessoa y sus heterónimos. El rostro se reconoce sin dificultades, sabemos que es ella, pero ¿cuál? Los colores cambian como los atuendos y la escenografía, la mirada, o el pulso que guió al pincel en cada trazo no es el mismo de un año atrás, el retrato escruta al artista, escaba en su contradicción, en su miedo, en su anhelo. La forma es fondo también, sólo ha devenido en un venado herido (el venado herido, o el venadito, o soy un pobre venadito, 1946), o quizás en una columna jónica (la columna rota, 1944). El alma va mutando con sus formas, el alma no se queda quieta.


Tres

Hay una pintura de Frida Kahlo titulada la máscara, de 1945, sobre la cual la historiadora del arte, Andrea Ketternmann, escribe para el volumen de la editorial Taschen dedicado a la obra de Frida (2013:55): la máscara de pasta de papel muestra los sentimientos que el rostro no revela. El rostro se convierte en máscara, la máscara en rostro. En esta inversión de las estructuras radica el juego de las multiplicidades. Frida juega a esconderse dejando todo en el afuera. La piel, que para el poeta Paul Valéry es el órgano más profundo, se convierte en una máscara, que sin embargo, revela.
La Frida adolorida e inválida, coloca varios espejos alrededor de su caballete, a través del reflejo de ellos explora palmo a palmo su cuerpo, y ejecuta sus múltiples retratos. El espejo que la reproduce en distintos ángulos, distintas Fridas, salta al lienzo, una de ellas ocupa el espacio de la tela. ¿La máscara o la real?, ¿qué significa decir la real?, ¿cuál Frida es la que consideramos real, cómo distinguirla? La máscara de la pintura ya no cumple la función de ocultamiento que debemos esperar, sino todo lo opuesto, devela lo que calla el rostro, en su gesto tristón o pensativo arroja un poco de luz al velo de la fisionomía.

En esta orilla sería bueno recordar algunas ideas a las que hemos llegado, en el transitar de nuestro trabajo. El alma se encuentra unida a los poros, es decir, encuentra su manifestación en las formas sensibles que forman nuestra figura, allí se develan pequeños fragmentos de nuestra historia, reliquias de cosas vividas, heridas o sueños. El retrato encuentra su peligro en esta unión. Antes que fijar un rostro en la tela, petrificando el momento, da cuenta de un encuentro, una lucha, una pulsión. Frida es la máscara y la Tehuana; la europea y el venado herido; es Diego, o como dice en su diario: soy el embrión, el germen (2010: 234). Frida en su pintura pinta la dualidad, los opuestos en lucha, reconciliados, sus retratos son umbrales de un instante en el que el alma emerge; entre los pliegues hay dos manos tomadas. Tibio el contacto de las palmas y los dedos, nos permite asistir al movimiento de nuestra substancia vital, allí se anudan todos los Yo, en ese gesto donde las líneas de nuestras manos se doblan y reflectan como en un espejo. Donde se rozan, y casi parece que se juntan.