Uno
Gombrich,
en su libro la historia del arte
(2012: 214) nos refiere en el capítulo dedicado a los artistas del siglo XIV,
la amistad que había entre el pintor Simone Martini, y uno de los poetas más
grandes en la historia de las letras: Petrarca; recordado por sus sonetos a
Laura. Sabemos que el artista pintó un retrato de la musa inspiradora del
poeta; aunque este retrato se ha extraviado (para bien del misterio), sabemos
que Petrarca atesoraba esta reproducción de su amada. Quizás alguna noche
repasaba en silencio el esquivo brillo de una mirada, o la leve curva de los
labios. Quizás el arco de las cejas le recordaba algo, una tarde, un perfume o
apenas una huella, algo perdido y hermoso, una idea pasajera. La apariencia
pueril de esta anécdota, que inflamos de suposiciones, se desliza un tanto más
allá de su primer contacto a nuestros ojos. Algo esconde. Acaso un pequeña
revelación para este trabajo, pero debemos leer un poco más. De pronto nos
enteramos que los retratos –como los entendemos hoy– no existían en el
medioevo. Los artistas se servían de figuras de hombres y de mujeres, como un
molde, a los que solo agregaban el nombre de la persona que pretendían representar.
Entonces
nos preguntamos con malicia: ¿qué atesoraba Petrarca?, ¿el recuerdo de una
idea, la falsificación amorosa de un nombre que reproduce y llena al mismo
tiempo los vacíos? Ya sabemos que dicho retrato se ha perdido, jamás sabremos
cuánta similitud guardaba ésa Laura, con la Laura que evocaba el poeta en sus
sonetos. Dos Lauras se han perdido sin que podamos evitarlo. Gombrich nos
consuela haciéndonos notar que el artista Simone Martini, como algunos maestros
del siglo XIV, gustaba de pintar al natural. Y agrega, el retrato tuvo su
inicio como arte, en ése momento histórico. Sin embargo, pese a estos dos datos
de gran interés para una historia del arte, aún no nos sentimos del todo
cómodos, y para efectos de nuestra búsqueda, se abre un punto de partida, mientras
quizás en un momento recordemos las líneas iniciales del poema de Borges en el
que afirma (en realidad el Cratilo de Platón es el que afirma) que el nombre es
arquetipo de la cosa y en las letras de “rosa” está la rosa, y todo el Nilo en
la palabra “Nilo”. Bastaba con escribir el nombre sobre el supuesto retrato, el
nombre acaso contenía la esencia de esa forma, nombrar a Laura era tenerla ahí,
recrearla o inventarla, aun cuando la imagen no reafirmara el recuerdo. No sólo
nombrarla, escribir su nombre, tallar una inscripción que la contenga sobre una
imagen que busca, entre tantos objetos móviles, efímeros, definirla. ¿Cuántas
Lauras hemos perdido ya?
Desde
épocas remotas, en un lejano pasado, los retratos se miraron con respeto por
creerse que, al conservar el artista la apariencia visible, conservaba también
el alma de la persona retratada (2012: 303). En este apartado de Gombrich,
dedicado al genial Leonardo da Vinci, y a su enigmática Mona Lisa, vislumbramos acaso una categoría ritual del acto de
retratar: el alma se conserva al mantenerse fieles a lo visible, a la
apariencia. Retratar involucraba el riesgo, había una apuesta, podía perderse
el alma. Resulta curioso, si nos paramos desde la óptica platónica, cómo se
crea una pequeña dualidad: debemos atender a la apariencia para conservar el
alma de la persona retratada. La apariencia, mutable, fugaz, la más de las
veces engañosa, es necesaria para mantener nuestra parte más pura, eterna y
perfecta, de acuerdo a los filósofos medievales. El mundo sensible garantiza la
permanencia del llamado mundo de las ideas. Más que a una definición de alma,
nos acercamos a una manifestación de ella, una emergencia, un lugar de
encuentro; conservar la apariencia visible conservaba el alma, pero qué forma
esa “apariencia visible”: el contorno de los ojos, la forma del mentón, o de la
boca, la punta de la nariz, la frente, ancha, angosta, pálida, o levemente
amarilla, el rostro como lugar del acontecimiento, el rostro como territorio
donde el alma se manifiesta. Es en esa forma sensible, cambiante por los golpes
del sol, el viento, la lluvia, en donde se da una lucha, allí, campo de batalla
del devenir, el alma aparece y se conserva. Pero, si sucede que las formas cambian,
ya lo hemos dicho, el sol, la lluvia, el paso del tiempo, ¿podemos acaso pensar
que el alma también cambia, o quizás su modo de aparecer, de revelarse? No
hemos llegado, ni mucho menos, a una definición del concepto alma, pero quizás
encontramos una forma amable a nuestra manera de concebir el mundo; el alma se
haya ligada en un tipo de danza con las formas sensibles, se desnuda en estas.
Dos
En
1939, cuando la artista mejicana Frida Kahlo pinta el cuadro titulado Las dos Fridas, su vida parecía
escindirse en dos. El cuadro fue terminado poco después de su divorcio con
el también pintor, Diego Rivera. Así
definía ella su amor, amor difícil por Diego, en su diario (210:235): Diego principio, Diego constructor, Diego mi
niño, Diego mi novio, Diego pintor, Diego mi amante, Diego *mi esposo*, Diego
mi amigo, Diego mi madre, Diego mi padre, Diego mi hijo, Diego = Yo =, Diego
Universo. La relación de los dos artistas estuvo siempre poblada de
tempestades, ambos temperamentos libres, como lo definía una canción referida a
ellos: un amor entre un elefante y una paloma. Sin embargo, pese a las heridas
que se pueden infligir los amantes, no pudieron separarse, como lo muestra la
misma Frida, Diego=Yo. Aquí se confunde el límite de los dos seres, ¿dónde
empiezas tú, dónde termino yo?, no hay forma de definirlo, no hay forma de ser
exactos con este territorio afectivo, las huellas son pequeños trazos, surcos
que acaso dejaron su marca en la piel, contorno que se difumina, mi ser
cerrado, hermético, ahora se quiebra, se agrieta, devengo Diego, Universo. En
este fragmento de su diario la palabra de Frida la abre a una multiplicidad.
Este devenir no nos parece meramente intelectual, sino sentido, opera a un
nivel epidérmico, se traslada al lienzo (la otra piel). Pocas artistas son tan
recordadas por sus retratos. Vemos el rostro de Frida, siempre tenso, duro, las
cejas juntas, el bigotillo emblemático, la vemos acompañada de un pericos (Yo y mis pericos, 1941), o con el pelo
corto (autorretrato con pelo cortado,
1940), y veces la vemos dos veces en el mismo lienzo.
Una
de las Fridas está vestida con traje de Tehuana; los colores azules, amarillos
y verdes del vestido fluyen con un fondo de grises, esta Frida sostiene un
amuleto con el retrato de su esposo cuando niño, este amuleto conecta una
delgada arteria que se enrolla por el brazo de ella, liga con el corazón de la
primera Frida y salta al corazón de la segunda Frida, quien vestida de encaje,
a un modo “europeo” parece mucho más tensa que la primera. Vestida de blanco,
esta segunda Frida se desangra. La sangre que brota de la arteria gotea a la
altura de los muslos, mancha de un rojo intenso el blanco del vestido, pese a
los esfuerzos que realiza esta segunda Frida por detener la hemorragia con una pinza
de cirujano. Las dos Fridas nos observan, sentadas y con los corazones al
descubierto.
Una
de ellas, la Frida vestida de Tehuana, representa la parte mejicana de la
artista, la parte admirada y amada por su esposo; la Frida vestida con el estilo
europeo, representa parte de su historia familiar, las raíces del árbol
genealógico judeo-húngaras, ascendencia española, vínculos con esa historia de
mestizaje tan propia del latinoamericano. La Frida europea y la Frida mejicana
están unidas por una arteria que se desangra, Diego es lo común a las dos, el
amor que sienten por él; escindidas luego del divorcio, en cada una permanece
él, la sangre que fluye de una a otra es la misma, las dos Fridas separadas,
multiplicadas, aún parece que se conectan, en un gesto tan leve, pero que anuda
todo el cuadro. Las Fridas están tomadas de las manos. La Frida Tehuana
sostiene la mano de la Frida europea, la deja descansar en la suya, reposa suavemente,
no aprieta, no fuerza, simplemente la deja estar. La belleza del gesto quizás
radique en esa brevedad, en su ligereza. Ambas Fridas, la mejicana, la del día
de los muertos, de calaveras dulces, de colores tierra, de hablar con
vulgaridades, la Frida de vestido de encaje, la europea, de familiares
alemanes, la Frida católica, la Frida pagana, de rituales a Quetzalcóatl, o a
Cristo, ambas se desdoblan y se unen en ese momento. Es en este instante donde
el devenir y la multiplicidad se conectan, en un territorio común: la piel. Si
sucede como aseguraba el poeta Rimbaud, y “yo es otro”, ese otro ocurre siempre
en las márgenes de nuestra piel. Todas las Fridas son capas, texturas una sobre
la otra que se van yuxtaponiendo, que van dejando sus huellas, sus marcas, su
historia.
La
arteria une una parte íntima de las Fridas, es su memoria, pero el gesto de la
mano, juega el papel de manifestación de toda esa interioridad, el otro del que hablaba Rimbaud anda al
descubierto, está a flor de piel. Se deja ver en las pinturas. Como ya lo
habíamos marcado antes, pocos artistas son tan recordados por sus retratos como
Frida Kahlo; es como si ella hubiera dejado una bitácora de su trayecto, un
diario de su dolor. Atormentada por cada una de las operaciones a su columna,
por un aborto, o por un divorcio, Frida siempre retrató ése momento, y la Frida
que lo padecía no era la misma de la pintura anterior. Es como si todas esas
pinturas fueran hechas para que ella las mirara. Espiaba a esas otras Fridas
tratando de conversar, tal vez un poco a la manera de Pessoa y sus heterónimos.
El rostro se reconoce sin dificultades, sabemos que es ella, pero ¿cuál? Los
colores cambian como los atuendos y la escenografía, la mirada, o el pulso que
guió al pincel en cada trazo no es el mismo de un año atrás, el retrato escruta
al artista, escaba en su contradicción, en su miedo, en su anhelo. La forma es
fondo también, sólo ha devenido en un venado herido (el venado herido, o el
venadito, o soy un pobre venadito,
1946), o quizás en una columna jónica (la
columna rota, 1944). El alma va mutando con sus formas, el alma no se queda
quieta.
Tres
Hay
una pintura de Frida Kahlo titulada la
máscara, de 1945, sobre la cual la historiadora del arte, Andrea
Ketternmann, escribe para el volumen de la editorial Taschen dedicado a la obra
de Frida (2013:55): la máscara de pasta de papel muestra los sentimientos que
el rostro no revela. El rostro se convierte en máscara, la máscara en rostro.
En esta inversión de las estructuras radica el juego de las multiplicidades.
Frida juega a esconderse dejando todo en el afuera. La piel, que para el poeta
Paul Valéry es el órgano más profundo, se convierte en una máscara, que sin
embargo, revela.
La
Frida adolorida e inválida, coloca varios espejos alrededor de su caballete, a
través del reflejo de ellos explora palmo a palmo su cuerpo, y ejecuta sus
múltiples retratos. El espejo que la reproduce en distintos ángulos, distintas
Fridas, salta al lienzo, una de ellas ocupa el espacio de la tela. ¿La máscara
o la real?, ¿qué significa decir la real?,
¿cuál Frida es la que consideramos real, cómo distinguirla? La máscara de la
pintura ya no cumple la función de ocultamiento que debemos esperar, sino todo
lo opuesto, devela lo que calla el rostro, en su gesto tristón o pensativo arroja
un poco de luz al velo de la fisionomía.
En
esta orilla sería bueno recordar algunas ideas a las que hemos llegado, en el
transitar de nuestro trabajo. El alma se encuentra unida a los poros, es decir,
encuentra su manifestación en las formas sensibles que forman nuestra figura,
allí se develan pequeños fragmentos de nuestra historia, reliquias de cosas
vividas, heridas o sueños. El retrato encuentra su peligro en esta unión. Antes
que fijar un rostro en la tela, petrificando el momento, da cuenta de un
encuentro, una lucha, una pulsión. Frida es la máscara y la Tehuana; la europea
y el venado herido; es Diego, o como dice en su diario: soy el embrión, el
germen (2010: 234). Frida en su pintura pinta la dualidad, los opuestos en
lucha, reconciliados, sus retratos son umbrales de un instante en el que el
alma emerge; entre los pliegues hay dos manos tomadas. Tibio el contacto de las
palmas y los dedos, nos permite asistir al movimiento de nuestra substancia
vital, allí se anudan todos los Yo, en ese gesto donde las líneas de nuestras
manos se doblan y reflectan como en un espejo. Donde se rozan, y casi parece
que se juntan.