Lo hermoso de
la psicología es que le puso a Edipo una caja de preservativos en una mano y un
revólver en la otra, y le dijo: dale, papá, no te preocupes, no sientas
vergüenza de lo que vas a hacer. Y así se funda nuestra historia. En un hilo de
trama de telenovela mejicana, mandamos a nuestro padre a dormir con los peces,
y le coqueteamos la libido a una fulana con brazos de vientre: lo cual resulta
todo muy normal, en esa lucha que es afirmar nuestra identidad, objeto extraño
y cambiante. Ahora, entramos al laberinto (es de noche), llevamos una pistola
en cada mano, todo está en silencio. En alguna de las habitaciones nos espera
el minotauro, el aire hiede a humano, a sangre, a cadáveres de cabras, el suelo
cruje bajo nuestras pisadas. Al fin nos encontramos frente a frente con la
bestia, pero su cabeza no recuerda un toro, ni su aliento es vapor caliente, ni
sus manos rompería los huesos de nuestra columna: en cambio se apoyan en un
bastón, y sus ojos (ciegos y redondos como lunas en un estanque), miran la luz
y la dejan seguir. El minotauro es un tipo de saco y corbata, de cachetes un
poco caídos, y está sentado sobre una caja vacía. No podemos darnos ningún
lujo, es necesario que acabemos con él: ¡es vital, es urgente! El minotauro
mira como si mirara a su alrededor, mueve la cabeza canosa: “hay un espejo en
el que nos hemos reflejado por última vez”, dice. Y no hay tiempo para poemas
ni para aforismos, ni para laberintos ni tramas ni días repetidos, vamos a
disparar y el minotauro lo sabe y en un rapto hollywoodense dice, tristemente:
“yo soy tu padre”. Es verdad, es verdad, luego: ¡bang-bang!... Esta hecho,
telefoneamos a Ariadna (o como se llame la fulana) y repetimos: “está hecho”,
ninguno habla, y ella luego agrega: “es mejor así, bebé”. Sí, es mejor así,
ahora yo seré la nueva estrella de las letras contemporáneas, yo la gran
promesa, el elegido, el Neo de la literatura latinoamericana, y ella dice:
“sí, mi amor, ahora las invitaciones a dar conferencias sobre el papel de la literatura en el mundo post-bomba atómica, en universidades de América, las entrevistas en la CNN y en todos los canales culturales, ahora
todo esto es tuyo”. Y yo digo, sí, ahora todo es mío, el Nobel y el Asturias,
los comentarios políticos, y no sé si abro o cierro una puerta como en la
escena final de El Padrino, todo es mío, he matado a mi padre, y digo: “apenas
si se defendió”. Corto y quedamos de vernos en un hotel para celebrar, y esperar
el torrente de antologías donde aparecerá mi trabajo. La vida es justa.
Todos matamos
a nuestros padres, y en literatura mucho más. Hace poco leí un par de ensayos
sobre Borges en los que parecían echar sobre el escritor un látex de dulce
indiferencia, alabando algunas cosas (algunos cuentos), pero en un tono general
de: la verdad, no sé qué le ven. Me imagino que para nuestro instinto parricida
no existe mejor presa en el mundo que el gran Borges (se nos hace agua la boca
de sólo imaginarnos escribiendo de él que no era tan buen poeta). Y está bien,
es un instinto saludable, necesario. Pero váyanse todos al carajo. Borges es un
plantea, un universo, está en otra parte, y es tan jodido el tipo que se deja
devorar por sus hijos. Me imagino a Borges como el minotauro de su cuento (la
casa de Asterión), solitario, torpe en su ternura de bestia, con esa casa
inmensa que es el lenguaje, buscando remediar su soledad, alguien a quien
darse, con quien jugar, pero todos sus eventuales compañeros acaban a la sazón
de su descomunalidad. Borges: condenado a estar solo. Borges entre los pasillos
del laberinto, vigilando las estrellas. Así me lo imagino. Y este texto es una
repuesta tardía a la indignación de un profesor de la UBA que ya lloraba cuando
un alumno ante la pregunta: ¿quién es el minotauro?, respondió con la obviedad:
Borges. El profesor casi grita de dolor: ¡no! Pero sí, el minotauro es
Borges, esperándonos a todos para jugar, y devorarnos, y todos entramos a su
laberinto con unas ganas terribles de degollarlo.