miércoles, 16 de octubre de 2013

Hotel Asterión

















Lo hermoso de la psicología es que le puso a Edipo una caja de preservativos en una mano y un revólver en la otra, y le dijo: dale, papá, no te preocupes, no sientas vergüenza de lo que vas a hacer. Y así se funda nuestra historia. En un hilo de trama de telenovela mejicana, mandamos a nuestro padre a dormir con los peces, y le coqueteamos la libido a una fulana con brazos de vientre: lo cual resulta todo muy normal, en esa lucha que es afirmar nuestra identidad, objeto extraño y cambiante. Ahora, entramos al laberinto (es de noche), llevamos una pistola en cada mano, todo está en silencio. En alguna de las habitaciones nos espera el minotauro, el aire hiede a humano, a sangre, a cadáveres de cabras, el suelo cruje bajo nuestras pisadas. Al fin nos encontramos frente a frente con la bestia, pero su cabeza no recuerda un toro, ni su aliento es vapor caliente, ni sus manos rompería los huesos de nuestra columna: en cambio se apoyan en un bastón, y sus ojos (ciegos y redondos como lunas en un estanque), miran la luz y la dejan seguir. El minotauro es un tipo de saco y corbata, de cachetes un poco caídos, y está sentado sobre una caja vacía. No podemos darnos ningún lujo, es necesario que acabemos con él: ¡es vital, es urgente! El minotauro mira como si mirara a su alrededor, mueve la cabeza canosa: “hay un espejo en el que nos hemos reflejado por última vez”, dice. Y no hay tiempo para poemas ni para aforismos, ni para laberintos ni tramas ni días repetidos, vamos a disparar y el minotauro lo sabe y en un rapto hollywoodense dice, tristemente: “yo soy tu padre”. Es verdad, es verdad, luego: ¡bang-bang!... Esta hecho, telefoneamos a Ariadna (o como se llame la fulana) y repetimos: “está hecho”, ninguno habla, y ella luego agrega: “es mejor así, bebé”. Sí, es mejor así, ahora yo seré la nueva estrella de las letras contemporáneas, yo la gran promesa, el elegido, el Neo de la literatura latinoamericana, y ella dice: “sí, mi amor, ahora las invitaciones a dar conferencias sobre el papel de la literatura en el mundo post-bomba atómica, en universidades de América, las entrevistas en la CNN y en todos los canales culturales, ahora todo esto es tuyo”. Y yo digo, sí, ahora todo es mío, el Nobel y el Asturias, los comentarios políticos, y no sé si abro o cierro una puerta como en la escena final de El Padrino, todo es mío, he matado a mi padre, y digo: “apenas si se defendió”. Corto y quedamos de vernos en un hotel para celebrar, y esperar el torrente de antologías donde aparecerá mi trabajo. La vida es justa.

Todos matamos a nuestros padres, y en literatura mucho más. Hace poco leí un par de ensayos sobre Borges en los que parecían echar sobre el escritor un látex de dulce indiferencia, alabando algunas cosas (algunos cuentos), pero en un tono general de: la verdad, no sé qué le ven. Me imagino que para nuestro instinto parricida no existe mejor presa en el mundo que el gran Borges (se nos hace agua la boca de sólo imaginarnos escribiendo de él que no era tan buen poeta). Y está bien, es un instinto saludable, necesario. Pero váyanse todos al carajo. Borges es un plantea, un universo, está en otra parte, y es tan jodido el tipo que se deja devorar por sus hijos. Me imagino a Borges como el minotauro de su cuento (la casa de Asterión), solitario, torpe en su ternura de bestia, con esa casa inmensa que es el lenguaje, buscando remediar su soledad, alguien a quien darse, con quien jugar, pero todos sus eventuales compañeros acaban a la sazón de su descomunalidad. Borges: condenado a estar solo. Borges entre los pasillos del laberinto, vigilando las estrellas. Así me lo imagino. Y este texto es una repuesta tardía a la indignación de un profesor de la UBA que ya lloraba cuando un alumno ante la pregunta: ¿quién es el minotauro?, respondió con la obviedad: Borges. El profesor casi grita de dolor: ¡no! Pero sí, el minotauro es Borges, esperándonos a todos para jugar, y devorarnos, y todos entramos a su laberinto con unas ganas terribles de degollarlo.     

lunes, 14 de octubre de 2013

Nota a mi brazo izquierdo



Para no morir. Porque nos encanta el sonido que producen las teclas, similar al de una metralleta. Para no sucumbir. Por soledad. Porque no sabemos llorar, o porque todo está irremediablemente perdido. Para oler mejor la tierra. Para ir y venir por el cuerpo de una mujer. Porque vemos figuras en las nubes. Por una mala racha. Para sacudirnos la piel y la lluvia. Escribimos por la imposibilidad que palpita en toda palabra. Por el vacío. Para la nada. Porque es necesario.