lunes, 26 de mayo de 2014

Ya tomé mis medicamentos





PLACEBO: 12-4-2014 (Estadio Malvinas Argentinas)

Es bueno ver (sería más justo decir: es bueno oír) que pese a todos los loables intentos de los defensores de la “buena vibra”, la vida sana, y el carpe diem musical, los depresivos no hemos sido callados del todo, aún tenemos nuestro espacio. Incluso a pesar de nuestros máximos ídolos. Brian Molko –vocalista de Placebo–  había definido el penúltimo álbum de la banda (Battle for the sun) como eso precisamente: una batalla por el sol, por la luz, y quizás algún tipo de redención después de lo que había sido la oscuridad hermética de un trabajo como Meds: himno de suicidas, marginales, jovencitos atormentados pendiendo de un hilo de aguja (de heroína en la mayoría de los casos). Loud like love, el último disco de estudio de la banda, parece querer adentrarse en esa habitación un tanto más colorida: el diseño de tapa del CD, es una explosión de colores vivos, psicodélicos, es ruidoso, como el título lo indica, pero un ruido distinto, quizás, similar a un big-bang, o los minutos antes del big-bang, es algo raro de describir.
Sin embargo, ese sábado 12 lo entendí. Ahí estaba la banda: Brian Molko, el andrógino de negro impecable, Stefan Olsdal, altísimo con cara de ingenuo, y la última incorporación a la banda, luego de la partida de Steve Hewitt, en la batería, Steve Forrest: este Steve rubio y lleno de tatuajes, con pinta de surfer, o modelo de ropa interior, con cara de estar en el lugar equivocado. Brian había depositado en él la necesidad de traer un aire de frescura y optimismo a la banda, lo cual resulta evidente por la forma frenética en la que Steve-rubio golpea los tambores. Lo entendí cuando tras la apertura, en un meloso, malévolo y genial tono de voz, volvió al castellano en un arma afilada para decir: buenas noches, mi nombre es Brian, y mi banda se llama Placebo. No sé por qué en ese instante lo supe. Estaba en un lugar seguro, acompañado de hermanos maniacos-depresivos, rodeado de jovencitos que tomaron sus medicamentos antes del concierto. A pesar de los más heroicos intentos de una de las bandas (para mí, que no sé una mierda de música, lo acepto) más relevantes de estos últimos tiempos: sino relevantes, sí originales, putamente crudas. Lo supe, incluso la redención en Placebo viene rodeada de un halo de luz fría: es humana, en la medida en que no es optimista ingenua, pues mantiene un aire de mueca, de ruina, de sarcasmo, una breve y apenas perceptible baba de oscuridad, vital para hacernos apreciar mejor la luz de la que la vida brota. Los depresivos estábamos salvados.
Un show que repasó lo mejor de su carrera, y en el que la banda sonó como un grupo de cuervos luminosos (no sé muy bien qué significa esta metáfora, tal vez nada), seguidos por una guitarra de apoyo y un violín, de lo demás se encargaba el poli-funcional de Stefan, con el bajo y un teclado, Steve-rubio con una presencia que al tercer tema se convirtió en una urgencia innegable, y Brian, con esa voz gangosa, de muñeca asesina, de actriz luego de años de fumar, Placebo, tocaba para un grupo que imaginé más amplio (los depresivos somos una especie en vía de extinción), y sus canciones nos iban llevando por un Leteo de aguas brillantes, re-versionando clásicos como Meds, o Blind, mucho más lentos, como si nos permitiera apreciar un poco mejor la letra o nuestros recuerdos, mezclados con temas del último álbum, para regalarnos una pequeña epifanía: Placebo era un viaje por terrenos de oscuridad y luz, era un camino de contradicciones con ascensos y descensos, el show se centraba en eso justamente asistir a las multiplicidades de la condición humana.

Valió la pena el frío que soportamos a la salida del concierto, esperando un tren que hacía eterna la espera. Valió la pena enfermarse después. Las horas de espera en la fila, el frío: por un momento pensamos que todo hacía parte de un gran performance para doblarnos el alma y crear la atmósfera justa para el recital. Todo lo anterior y lo posterior queda en el territorio de lo justificado, por un par de horas en los que podíamos sentirnos oscuros y un poco vivos.