Al principio el calor y el hambre nos molestaban: pasábamos la mayor
parte del tiempo en cubierta, echados en el piso, con la lengua colgando, las
manos trituradas; nuestras uñas crecían a un ritmo desmesurado; envueltos en una
nube de moscas como astillas de tiza, que revoloteaban incansablemente buscando
nuestras axilas, o se posaban en la punta de nuestros pies sucios. El aire era
un exhalación difícil y caliente, un amasijo de barro, lienzo, acrílico, mierda
y luz, como martillos o moléculas perforando el lóbulo frontal, como una
aureola a veces triste, a veces mágica de cosas por venir. A la luz de la bombilla
nuestros ojos se demoraban en necio aferrarse; dijimos, sonriendo como el
condenado: nuestro viaje reposa en un objetivo, hay una meta, nadie conoce ese
lugar adonde llegaremos, ¡pero existe, lo sé!; es imposible, no fuimos arrojados
al mar; con estos pensamientos nos engañábamos.
Luego vino la lluvia, como el recuerdo, y el crujir de la madera,
sacudiéndose su sueño de húmeda sal, y el hambre no mermaba y el tiempo de
pronto se hizo ese gran vacío líquido: rojo, rojo sangre; un sol de agua:
cazamos algunas gaviotas (todos saben que comerse estas aves es de mal agüero)
y las despellejamos y destripamos con nuestras propias manos, llevadas como en
un sueño, ajenas a nuestra voluntad, guiadas acaso por la voz de un instinto
más antiguo que cualquiera de nosotros; y comimos hasta que caímos sin conocimiento,
hastiados de plumas; nos tumbamos bajo la lluvia, enrollados como perros,
delirando por la fiebre, felices. El capitán Alcario nos vigilaba sin decir una
palabra, sus dados ya casi redondos de tanto rodar, su brújula de cortocircuito
marcaba siempre el rumbo, a contramano de las huellas, a naufragio seguro;
nosotros, cabezas de toro herido, hombres famélicos que persiguen relaciones
más justas con el mundo, el enunciado que salve la razón, la verdad en cada
objeto, el nombre y la medida, pero que jamás se abandonaron a lo profundo de
las cosas.
El capitán Alcario pescaba sirenas de branquias luminosas para
distraerse; vio tetas y llanto, miembros mutilados, arrasados por su propia
agudeza, ¿hay algo más aquí?, se preguntó: sí, eso que ves ahí, la modernidad,
el fragmento, es el mundo: apenas un ola roja que arremete contra la
tranquilidad de nuestro cielo, la marea que se abre como un gran sexo de mujer,
el horizonte siempre lejano, todo inalcanzable, espejismo; esto, lo que cabe en
su mano y es infinito: volvió el calor, su barba crecía enredando escaleras, la
braza del insomnio, ¡nadie duerme!, gritaba el capitán Alcario, ¡nadie duerme!,
y nos fue ciñendo anzuelos bajo los párpados inflamados y nos perseguía por el
barco con un taladro, y la noche era roja, de un rojo metálico, de un azul
turquesa, de una textura por momentos asfixiante: es que no estamos preparados.
Al desaparecer el tiempo bajo las olas, se anulan los segundos en un
fondo de formas. Se satura el lienzo-espacio para desaparecer como seres
temporales, no hay avance ni progreso, sólo una piel grumosa que busca el
contacto, es vano todo intento de poseer alguna continuidad, ¡nadie duerme!,
gritaba el capitán Alcario: duerme la razón, déjenla que sueñe, liberen a la
locura de ser su espejo, su fondo, su revés, su justificación, no estará más en
su centro, abran el abismo, el mito, el ritual, y ¡nadie duerme!, el tiempo es
constante devenir del espacio; casi no se puede respirar, capitán, nos excede
por un momento la ira y la ternura de sus visiones: nos amarramos a los
mástiles en este caer fuera de toda certeza: bosques de brazos mutilados,
cabezas trasplantadas, sexos que brotan inocentes y en azul, espaldas violetas,
todo nos satura, nos acecha, nos hiere, y el capitán hace girar con más fuerza
el timón: el gran océano de las palabras, de los significados y los símbolos,
es ahora un mundo de tendones rotos, ¡remen!, ¡remen!, grita, remen hasta que
los huesos revienten y la pupila salte de sus goznes, hasta que se desquicien
las puertas.
Entonces supimos que nadie dormiría, que esta noche era interminable y
acaso jamás saldríamos de ella. Se nos exigía ser puros y valientes para
iniciar el recorrido.
·
“El sueño de la razón
produce monstruos”. La fantasía desbocada solo engendra pesadillas, es la razón
quien guía a la belleza, pero, ¿por qué mecanismo esta belleza sólo puede
reflejarse en los espejos de la racionalidad?, ¿quién declaró nupcias entre
Dionisio y Apolo, y puso al segundo como censor del primero?, ¿y si la belleza
fuera un desgarramiento, una pesadilla, y si la razón durmiera acaso otro poco
más, liberando los parentescos simbólicos? El mundo visto a través de los ojos
de Dios es locura. Ella es ese momento en que Tiresias vio desnuda a la diosa,
su castigo fue la ceguera, a cambio le dio el poder de predecir el futuro. A
través de la locura se filtra un nuevo orden, más azaroso, más potente. La
locura es devenir, amo y señor, bestia y soberano, molécula, vegetal, mujer,
devenir en todo, a cada instante, ángel, barro, devenir rojo, rojo sangre, las
pesadillas están hechas de nosotros, de nuestras propias manos, pero no lo
vemos con claridad. La locura está atada un paso antes de la racionalidad, es
un recordatorio de eso que perdimos, y de lo que aspiramos a encontrar, pero,
¿y si quizás no perdimos nada?, mientras el barco se tambalea en el inmenso
océano, huérfano de todas las seguridades, hazme una máscara, quiero
confundirme, quiero disimular este pájaro; para embarcarnos debimos perder la
orilla, nadie recuerda ese lugar del que partimos, acaso lo reconoceremos al
llegar, mucho tiempo después: no hay nadie en el hogar, nadie nos espera,
Penélope se ahorcó, la espera fue, quién lo sabe, su locura. Vamos a derivas de
una razón que un día soltó la bomba y que domesticó el paisaje, una razón que
nos hizo herméticos, higiénicos, correctos, individuales, privados, ¿es la
razón, o hemos estado soñando? Capitán, ¿quién mora en estas oscuridades?: déjala
dormir, oigamos juntos el cantar de los seres nocturnos (la noche es un
incendio de estrellas, ¿y cómo sabes que es de noche o que hay estrellas?, ya
verás), búhos, travestis, siluetas de los segundos en el big-bang; estas figuras ardieron en una danza
de apenas instantes, fue toda la libertad posible, tiempo antes de la invención
del mundo. Luego inventamos las horas, las tuberías, la decencia, el lenguaje
nos traicionó, o nosotros a él. Ahora sea tiempo de engendrar monstruos: ahora
es necesario y urgente, ahora que la mayoría de las barcas atracaron en
hospitales, el vagabundeo terminó, su viaje quedó limitado a paredes blancas, y
el viento salvaje de las velas cesó a la llama dulce de una lista de palabras
ininteligibles: Aripiprazol, Asenapina, Clozapina, Olanzapina, Quetiapina,
Risperidona, Ziprasidona, palabras como de conjuro o de encantamiento, pero de
baba o miedo. Acaso sea urgente naufragar, aquí, en un trazo-golpe-herida de
pincel.
Entonces el mundo cedió. El papel corrugado del viento nos arrebató
nuestro rostro, y a la intemperie ofrecimos el calcio de nuestros huesos, los
músculos en fiebre. El capitán cantaba alegre en la tormenta, ¡remen!, ¡remen!,
felices los que lo han perdido todo, las horas son todas nuestras. Abajo. Hasta
el centro mismo. No hay centro: ¡remen! Nunca dejen de remar.
Y el mar furioso como un corazón herido, se alzaba altísimo sobre
nuestros enunciados verdaderos, sobre el propio olor de las flores: las calles
con semáforos, los sillones, los altillos, la metralla y el polen, el talón de
las putas, el marco de fotos, los techos a dos aguas, las bicicletas, los
tiquetes de tren, la caspa y el altar, como un arañazo invisible, todo se
estremeció en nuestras costillas, todo nacía: como mineros ensangrentados la
tripulación emergía radiante, como adanes, como planetas; ¡como partículas de
arena y hierba que saltan de la embestida del verano! El capitán guiaba la nave
por las crestas de sus venas: dijo, no hay arte ni mundo, si no estamos
pariendo, no hay belleza que al secreto no robe su intimidad, que la nave se
hunda en ángulo de cuarentaicinco, todo a babor, la frente más y más deseosa de
penetrar en esa selva saturada: acostumbrados al desierto, a la soledad, los
paisajes del capitán Alcario parecen cercarnos, jamás nos esperan agazapados,
por el contrario salen a nuestro encuentro, nos gritan, escupen y ponen
zancadilla: es difícil respirar aquí, las formas tienen dientes para roer
supuestas culpas que llevamos, nos sentimos de forma extraña, como presas, en
este deambular por el lienzo de su delirio, el capitán nos persigue: él es el
perseguidor.
Y sin embargo, hay una dulzura en nuestro viaje: amarrados para no
sucumbir bajo las olas de su sueño, desgarrados como fantasmas, vemos una luz,
una pequeña grieta en la que se filtra la vida, y quizás si podemos seguirla,
si podemos ser fieles, entonces la grieta se expanda, poco a poco, hasta cubrir
más, es una sospecha.
Ahora la lluvia. Sabemos que no hemos terminado. La noche se extendió,
azul sobre el mar rojo: nadie dormiría; supimos que el capitán Alcario había ofrecido
el peso total de su alma, por ser así un poco libre; que si bien todavía lo
ataba la amistad con las aves migratorias, y enamorado iba de unos ojos, jamás
renunciaría a la búsqueda.
Nosotros tampoco debemos renunciar. No ahora. Ahora un esfuerzo más. Sin
otra vez. Ahora. Ahora. Perdernos en ese bosque, en ese rostro roto, en esa
pupila. Ahora todo lo que puede ser intentado. Ahora demorarnos. Habitar la
pintura. El sueño. Jugarnos a contracorriente el alma, los besos. Capitán, esta
es su tripulación. El viaje durará acaso mucho tiempo, nadie nos prometió un
descanso, una corona. El horror, la dulzura de la carne que tiembla, de las
manos que acarician, de la sed que nada apaga, esa es quizá toda nuestra
recompensa. Ahora. Ahora. Ahora. Irnos, remar, buscar, explorar palmo a palmo el
paisaje que es piel, que es intento, emergencia, algo que debe suceder de un
momento a otro. Ahora los valerosos. Mil veces vencidos. Mil veces muertos. Mil
veces nacidos del aliento de un pincel. De un hombre solo. Los ojos llenos de
agua de mar, y el grito de témpera o acuarela, en la punta de la lengua.